Exceso de equipaje

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Nota: la República de Vinavistán es ficticia.

No pierda el tiempo buscándola en el mapa.

 

 

–Es guapa.

–¿Eso cree?

–¡No sea tonto! Es muy guapa y lo sabe bien.

Los dos se giraron para admirar la figura postrada de Ángela. La joven disfrutaba del sol en sugerente bikini, mancha de color sobre las grises orillas de la playa artificial de Orellana donde pasaba el día festivo junto a Diego Leal. Agua, sol, el cielo extremeño, la cálida presencia de Ángela y unos espectaculares bocadillos de filete empanado que la joven preparaba como le enseñara su abuela paterna. Ni las excelencias del exclusivo club Du Pont de Miami podía superar semejante plan, por muy bien surtidas que estuvieran sus bodegas de Dom Pérignon ´46.

Diego y la desconocida, quien se presentara como Bárbara, habían coincidido en el chiringuito, entablando conversación mientras esperaban sus bebidas.

–También su acompañante es atractivo –comentó Diego por cortesía.

–¡Bah! Perfil griego, músculos bien trabajados, un pelo de envidia,… Aunque es poco imaginativo. Ya me comprende.

La pareja de Bárbara montaba en ese momento una moto de agua en el canal habilitado. Muchos eran los que seguían con interés sus virajes y saltos extremos pero Bárbara no se encontraba entre ellos. «¿Le apetece una partida?», dijo, señalando una máquina recreativa de pantalla horizontal.

–Debería marcharme.

–Sólo una.

–Si insiste…

El juego se llamaba «Caída libre» y Bárbara lo definió como sólo apto para jugadores con nervios de acero.

–Las reglas son sencillas –dijo tras echar sendas monedas de 1 euro en las ranuras de jugadores–. Gana quien abra más tarde el paracaídas. Hay que esquivar los objetos que aparecen en nuestro camino o perderemos velocidad. Tenemos una pistola para desviarlos.

»¿Preparado?

Una musiquilla de 8 bits, muy retro, anunció el inicio del juego y en la pantalla aparecieron dos paracaidistas, rojo frente a azul, que en caída libre descendían a tierra. A la derecha de cada saltador un gráfico indicaba la altitud a la que se encontraba, la altura recomendada para la apertura del paracaídas marcada con una línea roja. Pájaros, aviones e incluso ovnis aparecían repentinamente, obstaculizando el descenso.

Bárbara era endiabladamente buena. Aferraba el joystick con suavidad no exenta de firmeza, como si sujetara un gorrión. Con la derecha disparaba la pequeña pistola de su paracaidista, desviando los objetos en vuelo para lanzarlos con endiablada precisión hacia su oponente. Diego conseguía repelerlos sin mayores problemas pero siempre a costa de un precioso milisegundo que lo alejaba más y más de la victoria.

La línea roja se acercaba peligrosamente. Los ojos de los adversarios se cruzaron en un momento dado y Diego vio en los de Bárbara una férrea determinación, sazonada con una buena pizca de locura que hizo saltar todas las alarmas en el agente.

Un, dos, tres,… Al cuarto segundo después de pasar la línea roja Diego abrió el paracaídas, apurando en demasía el tiempo. Su intrépido personaje llegó a salvo al suelo aunque se rompió las dos piernas con el impacto. El de Bárbara no tuvo tanta suerte y quedó convertido en una mancha de píxeles rojizos, el paracaídas a medio desplegar.

–Yo gano –dijo Diego muy serio. Había gato encerrado en aquel encuentro y no le gustaba en absoluto.

–Nada de eso, Diego –negó Bárbara, tajante. Sonreía satisfecha, visiblemente excitada–. Mientras que usted se ha aferrado a la vida yo la he exprimido hasta la última gota.

–A costa de morir.

–No temo a la muerte. ¿Y usted, señor Leal?

–No le he dicho mi apellido.

Touchée.

–Y ahora me dirá a qué agencia pertenece, Bárbara, si realmente es ese su nombre.

La mujer le dio un buen trago a su cerveza, mediándola notablemente; estaba sedienta como si hubiera corrido una maratón.

–No me llamo Bárbara, lógicamente. En cuanto a mi nacionalidad… Digamos que actualmente estamos en el mismo bando.

–¿Vinivistán?

–Muy buen oído, Diego.

Efectivamente, la república de Vinivistán se había declarado aliada de la OTAN nada más comenzar la guerra, aunque la volubilidad del presidente Yuri Vasílievich era legendaria y los pactos de hoy pudieran no ser los de mañana. Y eso incluía los de sus agentes en suelo extranjero.

Diego lanzó una furtiva mirada de preocupación a Ángela. La pistola se hallaba en la bolsa de aseo, fuera de alcance, pero su vaso de refresco podía ser una estupenda arma defensiva. Decidido, Diego tensionó el cuerpo, listo para actuar, reacción que no pasó desapercibida para Bárbara, apreciándola positivamente.

–Relájese, querido. No vine a pelear. Sólo quería conocerle.

–¿Nada más?

–Palabrita.

–¿Y su amigo?

–¿Julián? No es más que un chulo a tanto la hora. Tiene de espía lo que yo de monja… ¿Cree que me sentaría bien el hábito de las hermanas del Dolor de María?

–Me temo que no duraría mucho en el convento.

–Supongo que no. Volviendo a mi amigo, cree que soy una recién divorciada con ganas de pasármelo bien. Cobra su tarifa y no hace preguntas. Nada significa para mí, sólo es cobertura. Una cobertura sacrificable si fuera necesario.

–Es todo corazón.

–Soy una profesional. En cuanto a Ángela…

–Poco sabe de mí.

–A la oposición no le interesa qué saben nuestros seres queridos de nosotros, sólo su mera existencia. Con ellos en su poder pueden obligarnos a hacer lo que quieran. Por eso yo siempre viajo ligera de equipaje.

»Y como colega y posible enemiga, le recomiendo que haga lo mismo.

 

B.A., 2023

 

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