Llevaba dos días lloviendo en una secuencia que, probablemente, alcanzaba a un mes en un plazo de dos. No se trataba de algo corriente en los últimos- me atrevería a decir- veinte años. Sería recordado el año y aunque quizá exclusivamente por el monocorde, reiterativo y húmedo acontecimiento. Pero esto fue mucho antes del episodio del hombre biónico y los atracadores del campo de Almería. Mucho antes del tiempo en que el hombre vagara hacia el norte huyendo de los desiertos. Aquel año fue, quizá, el último torrencial, la despedida, el canto de cisne en materia climatológica. También fue- creo recordar- el último en que oí tocar a la puerta. El futuro pasaba in ille tempore- como dicen los latinos- por el arreglo con una mujer, un acuerdo, una entente cordial, una satisfacción mutua. Luego- por los tiempos del hombre biónico- comprobé cómo gracias a aquella ilusión gané futuro. De hecho, el futuro, es expectativa. Sin expectativa no hay futuro. Esto que puede parecer una perogrullada, lo es. Porque, qué es futuro sino expectativa.
Abrí la puerta y era el futuro, con una vestimenta fúnebre, acompañado y pertrechado con una guadaña. Con unas zapatillas rojas, aventurando de que la función acababa con sangre por el suelo. Rehusó sentarse, señalando que no había venido de cumplido. Me entregó un níveo sobre sin nada escrito por fuera y sin abrir, mostrando el pico de una tarjeta color salmón. No me anduve con rodeos pidiendo una respuesta rápida al motivo de su visita, y me dijo que dentro del sobre estaba escrita la fecha de mi muerte.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales