UNA MUERTE PARA SABRINA (1 de 4)

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PRIMERA TESTIGO: NATALIE

–¡Ratas! –dijo Natalie– ¡Una montaña de ratas! Sucias…, asquerosas… Aparecieron de repente y corrieron todas juntas hacia mí. Al darme la vuelta vi que venían de todas partes. ¡Me tenían rodeada! Entonces tropecé y se me subieron encima. Una de ellas chilló sobre mi rostro. Pude ver sus dientes largos y amarillos. Grité y me moví intentando deshacerme de ellas, pero varias estaban prendidas de mis piernas, y algunas comenzaron a morder las puntas de mis zapatos.

La joven hizo una pausa mientras cerraba los ojos. Tenía el rostro embarrado en maquillaje de tanto llorar.

–Perdón –continuó Natalie–. Jamás había sentido tanto miedo en mi vida. Solo recuerdo que al lograr ponerme de pie, salí corriendo de allí. Una vez en la calle busqué a las chicas, pero no pudimos encontrar a Sabrina.

Natalie fue la primera interrogada de las tres testigos que estuvieron la noche del viernes en la fábrica abandonada. Junto con sus amigas, se había metido allí a modo de aventura. Algo sucedió que hizo que huyeran del lugar. Ellas estaban bien, pero la cuarta muchacha llevaba desaparecida más de cuarenta y ocho horas.

El caso estaba a cargo del experimentado detective Francisco Romero y el joven oficial Zurita. Natalie seguía temblando por lo que había vivido, y la habitación no la ayudaba en aquel momento de tensión. Las paredes eran grises y vacías, a excepción de una en la que había una pequeña puerta y un vidrio de visión unilateral. La iluminación dependía solo de una vieja lámpara que apuntaba directo al rostro de la joven. En el medio del lugar había una mesa metálica atornillada al suelo, y las manos de Natalie temblaban sobre ella.

–¿Podrían darme un pañuelo? –dijo la testigo.

Zurita le ofreció un pañuelo que tenía varias manchas de origen dudoso, y enseguida ella hizo un gesto de repulsión:

–¡No! Quiero un pañuelo limpio. ¿Pueden pasarme mi cartera, por favor?

El detective suspiró. Luego hizo una señal hacia el espejo de la pared indicando que trajeran la cartera de la joven, y un oficial la llevó a la sala de interrogación.

–¿Está seguro de darle sus cosas, jefe? –preguntó Zurita.

–¿Qué puede tener una chica como ella en su cartera? –dijo el detective alzando una ceja–, ¿una ametralladora? ¿O acaso temes que nos asesine con un peine?

Natalie abrió su cartera y sacó de allí unos pañuelos descartables.

Romero jamás se preocupaba por seguir el protocolo. Él hacía las cosas a su modo, algo a lo que sus superiores ya estaban acostumbrados. En el departamento toleraban sus métodos que, aunque no siempre eran legales, lograban resolver crímenes que nadie más habría podido. Había sido asignado a aquel caso en el que nada parecía tener sentido, y esos eran precisamente los de su especialidad.

–Voy a necesitar ver tus zapatos para confirmar que hayan sido mordidos –dijo el detective.

–Pero…, los tiré a la basura cuando llegué a mi casa.

–Tendremos que revisar tu basura entonces; son parte de la evidencia.

–¿Usted cree que las ratas pudieron devorar a Sabrina? –preguntó Natalie– Yo no vi nada más. Perdí por completo el control y corrí hasta estar afuera.

–No hallamos rastros de sangre en el lugar, debió ocurrirle otra cosa. Hiciste bien en huir y ponerte a salvo. A veces el miedo no nos permite pensar. A mí me pasa lo mismo cuando veo una araña. Te parecerá gracioso que un hombre grande como yo les tenga miedo, pero es verdad.

Ambos oficiales se retiraron de la sala dejando sola a la joven. Enseguida Romero ordenó que revisaran la basura en la casa de Natalie en busca de sus zapatos. La muchacha seguía apoyando sus temblorosas manos sobre la mesa metálica. Recorrió la habitación con la mirada y luego bajó la vista; no había mucho que mirar allí.

–¿De verdad lo asustan las arañas, jefe? –dijo el joven Zurita con una leve sonrisa que parecía una carcajada a punto de estallar.

–Así es. No soporto ni hablar de ellas. En la escuela me hicieron recitar un poema estúpido sobre arañas: Si subiera por tus dedos pronto me descubrirías, sería imposible no causarte un cosquilleo…

–¡Ah, sí! …te desharías de mí con un golpe certero, un instintivo puntapié al viento…

–Ese mismo. Le dije a la maestra que odiaba a las arañas y ella me dijo que hay que aprender a enfrentar los miedos. Maldita vieja loca. Me da escalofríos ese poema.

Zurita movió sus dedos como patas sobre el rostro de Romero:

–Me descubrirías, tal vez, recorriendo tu espalda, trepando por sitios fuera de tu alcance…

–¿Qué parte de “Me da escalofríos” no entendiste?

–Perdón, jefe. Es que me gusta ese poema.

Romero encendió un cigarrillo y enseguida Zurita apuntó al cartel de prohibición:

–Señor, aquí no se puede…

El viejo detective volvió a alzar la ceja; ese gesto bastaba para que el joven Zurita se guardase para sí los comentarios sin sentido.

Era momento de interrogar a la segunda testigo: Clara, quien estaba sentada esperando en la oficina de al lado. El detective Romero le pidió a Zurita que la hiciera pasar a la sala en diez minutos, y aprovechó el tiempo libre para subir a su despacho a beber un vaso de coñac.

Al regresar vio a la segunda muchacha sentada en la sala de interrogación. Cuando iba a ingresar, Zurita lo interrumpió:

–Hay algo muy extraño, jefe. Esta testigo dijo no haber visto ni una sola rata.

...

...continúa en la segunda parte...


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