Los quería a todos, sin excepción…
Tenía que decírselo; ese sentimiento era más fuerte que él, le invadía hasta tal punto su corazón que notaba con extremo dolor cómo le impedía seguir respirando.
Había esperado su momento y le daba mucha vergüenza hablar en público.
Pero por fin se decidió.
Subió hasta el atril, tomó todo el aire que admitían sus pulmones y, con la potente voz que tan bien saben usar los que se creen coronados por el halo de la suficiencia, lanzó su discurso ilustrando el tono de sus palabras con la depurada técnica aprendida a través de las yemas de sus dedos en los escasos libros de oratoria que había podido encontrar en la extensa biblioteca del Club.
Al terminar, todos quedaron estupefactos y, en un éxtasis de perplejidad, chillaron a rabiar mezclando sus aullidos con estruendosos pataleos, tras dos largas horas de repetir mil y una veces la misma y breve perorata:
-Queridos amigos -carraspeó con cierta fruición-… Después de muchos esfuerzos, tras someter mi lengua y mis labios a dolorosos ejercicios de vocalización, al fin puedo articular algunas palabras... Y tengo que deciros que… que… ¡me embarga una inmensa alegría y que os quiero con todas mis fuerzas!
Por eso lo echaron de allí…
A coces.
¡No era para menos!
En el selecto “Club de los Diablos Ciegos y Sordomudos” ni veían, ni oían, ni podían hablar…
Pero olían muy bien el sucio aroma del cariño...
¡Y allí jamás se admitía a traidores románticos!
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