UNA GRULLA PARA AZAZEL (1 de 4)

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Azazel tiene la piel blanca, cabello negro y lacio, y unas enormes alas retráctiles. Los libros de demonología lo ilustran sonriendo levemente, con una nariz aguileña y unos ojos amarillos que pueden leer el alma de los hombres. Ese es su aspecto original; cuando se encuentra en el inframundo, pero en la tierra es imposible de reconocer pues puede cambiar de aspecto a su gusto. Azazel podría estar enfrente de ti y no lo notarías.

                    *

Yo no creía en los demonios, tampoco creía en Dios. Aún no sé qué es lo que creo, pero prefiero respetar ciertas costumbres; solo por si acaso.

Todos los días, antes de ir al trabajo o de ir a cualquier otro lugar, voy al cementerio. Me he mudado cerca de éste para que me sea más fácil, y desde que voy jamás me he ausentado un solo día.

Mi hija suele preguntarme por qué voy tanto a ese lugar. «Será solo un momento» le digo, y ella me espera en el auto mientras voy a visitar a la misma persona de siempre. No le he dicho por qué lo hago; es muy pequeña aún. Siempre le prometo que algún día le contaré la historia completa, pero se trata de una historia no apta para menores; una historia que comenzó cuando estuve en prisión.

Me detuvieron por robo, aunque no fue un robo en verdad. Yo trabajaba en una tienda de ropa, y había otro empleado que cambiaba los precios a las prendas para quedarse con parte del dinero de las ventas. El dueño sospechó que estábamos haciendo algo extraño y puso cámaras ocultas. Pronto me captaron ayudando a mi compañero.

Sí, él me daba una tajada de lo que sacaba, pero no fue exactamente un robo; digo, no fue un asalto. Aún no sé qué versión le contaré a mi hija llegado el momento, pues no quiero que me vea como el malo en esta historia, historia que ya tiene suficientes villanos.

La cuestión es que el dueño envió unos policías a hablar con mi compañero y conmigo, y estuvimos discutiendo hasta que intentaron detenernos. Yo hui, y empujé a uno de ellos. Pero el otro me persiguió y me arrestó.

Delito de resistencia al arresto; un delito de clase 6. Me condenaron a ocho meses a cumplir en el penal de Santa Fe. Fue una de esas situaciones que empiezan con algo pequeño y los sucesos se van sumando hasta que desenvuelven en una consecuencia inimaginable.

Jamás había estado en un lugar como ese. Sentía que no sería el mismo al salir, si es que lo hacía con vida. Las paredes estaban ennegrecidas a causa de la humedad, que chorreaba por los pisos. La luz era escasa y el color predominante era el de los grises sueños rotos de los que allí vivían. Yo ya no era una persona en ese sitio, me sentí como un animal sin nombre, que solo era identificado mediante un número y que, ante cualquier movimiento en falso, podría terminar acuchillado y desangrándome ante las risas de los guardias.

Deseaba que mi condena transcurriese de la manera más calma posible para poder salir de allí en menos tiempo por buena conducta. No quería conocer a nadie, no quería hacer ningún tipo de negocios; solo pensaba contar los días hasta el momento en que quedase en libertad. Pero los problemas me encontraron desde el primer día.

Debí compartir celda con un hombre mayor; eso me tranquilizó. El sitio era de solo seis metros cuadrados. Tenía camas encimadas, un inodoro metálico y un lavamos. Apenas ingresé, el anciano me saludó amablemente:

–Mucho gusto –me dijo–, mi nombre es Rogelio.

Rogelio era pequeño y algo encorvado. Tenía el cabello blanco y una nariz grande y roja como la que tienen muchos hombres a su edad. Sus lentes no me permitían verle los ojos, pues eran de un aumento tal que daba la sensación de que con ellos podría ver un astronauta caminando por la Luna.

Recuerdo que me dio la mano como quien acaba de conocer al amigo de un amigo. Luego se acostó en la cama de abajo y me invitó a que me pusiera cómodo. Entendí que la de arriba sería la mía, pero estaba llena de figuras de papel; de esas de origami. Había miles de ellas, quizás diez mil, de distintos colores y tamaños; pero todas eran la misma: una especie de pajarito.

–Rogelio…, voy a correr las figuritas de la cama, ¿sí?

–¡No toques mis grullas! –gritó.

No me dio tiempo de hacer nada y enseguida lo tuve de pie detrás de mí, apoyándome un puñal en el cuello.

Devolví el pajarito a su lugar y me alejé aguantando la respiración.

–Perdón –dijo Rogelio–, esa cama es de ellas. Sé que te corresponde dormir en la cama de abajo, pero yo tampoco puedo moverme de ese lugar; padezco muchos dolores. Es por eso que me veo obligado a pedirte que duermas en el colchón que está en el suelo. Te compensaré por ello, lo prometo.

El colchón tirado en el suelo habría sido rechazado hasta por un perro callejero. Tenía agujeros y manchas que, al igual que las grullas, eran de distintos colores y tamaños.

Pronto llegaría la hora del almuerzo, por lo que decidí no discutir y lidiar más tarde con aquel viejo loco.

...

...continúa en la segunda parte...


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