EL SER QUE ME PROTEGE (2 de 2)
Por Federico Rivolta
Enviado el 06/12/2023, clasificado en Terror / miedo
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No dijo nada al sentarse, pero yo estaba contento de haber encontrado alguien con la última luz de esa tarde; antes de que el vacío nocturno comenzase a digerirme y deshumanizarme con cada kilómetro recorrido.
Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, pero no pude divisar casa alguna de la que aquel hombrecito pudo haber salido. Imaginé que viviría a lo lejos, donde la vista se vuelve borrosa a causa del calor sofocante que evapora las gotas de lluvia, y que su vivienda estaría al otro lado del horizonte.
Le hablé sobre mí, mientras dosificaba preguntas hacia él, pero la verborragia no era lo suyo. Le mostré con orgullo las fotografías de mi niña, deseando fingir por unas horas que estaba junto a un amigo, aunque nuestros caminos no volviesen a cruzarse jamás. Las miró, y apenas sonrió para pronto perder su mirada en el paisaje.
No intercambiamos muchas palabras, y poco a poco la oscuridad nos envolvió hasta que encendí las luces altas de mi camión para poder atravesarla, abriendo así un agujero negro por el cual desplazarnos.
Más tarde la temperatura descendió, y le ofrecí café caliente de mi viejo termo. Él se sirvió una taza, pero solo probó un sorbo. «Tiene azúcar», dijo con un gesto de repugnancia, «Yo lo tomo amargo».
Mi acompañante continuó mirando por la ventanilla, y no logré arrancarle más que monosílabos. Encendí entonces el equipo de sonido para escuchar algo de metal mexicano que me ayudase a mantenerme despierto. Hice lo que suelo hacer cuando escucho música frente a otras personas que tal vez no disfruten del mismo estilo: comienzo con bandas algo amistosas, como Ágora y Luzbel, y de a poco voy descendiendo en luminosidad hasta alcanzar artistas tan infernalmente folclóricos como Coatl y Cemican.
La noche transcurrió sin eventualidades, y aunque las estadísticas dirían que eso no es posible, no crucé un solo vehículo en toda la noche. A pesar de la calma, mi acompañante se mantuvo despierto, puesto que las veces que volteé a mirarlo jamás lo vi con los ojos cerrados.
La música, junto con la luz roja del tablero, me mantuvieron en un estado alerta, enérgico, y el zumbido de las ruedas girando sobre la carretera acompañaba el compás de los poderosos riffs de guitarra.
El cielo estaba cubierto por una densa lana gris, y se asemejaba a una cueva subterránea, pero a medida que nos acercábamos a la medianoche, la luna fue descubriéndose de su velo.
Siempre he preferido los cielos despejados, de astros nítidos; pues me hacen sentir acompañado. Pero viajar con alguien junto a mí es mejor aún; me hace parte de una sociedad que aún no me ha olvidado. He llevado a todo tipo de personas, hombres de diferentes procedencias, y también mujeres, de las cuales más de una se convirtió, como he dicho antes, en un amor efímero.
A mitad de la noche vimos una luz a lo lejos; la primera en kilómetros. La oscuridad era absoluta fuera de los faros de mi camión y de lo que parecía ser una fogata.
De pronto mi compañero rompió su silencio y me pidió que lo dejara en ese sitio, que era allí a donde se dirigía.
Al llegar pude ver de qué se trataba aquel evento. Allí había un templo de madera, construido a partir de un granero. Junto a él, una enorme fogata encendía una cruz invertida de varios metros de altura. Las chispas se elevaban hacia un cielo limpio, y la luna brillaba llena y satisfecha. Al ver a mi acompañante noté como el fuego se reflejaba con vida en su mirada, mientras una sonrisa macabra se dibujaba acentuando las arrugas de su rostro.
Hombres y mujeres danzaban desnudos alrededor de la hoguera, otros llevaban túnicas rojas y velas, y a un costado, sobre una tarima, había un individuo que tenía el rostro cubierto por un cráneo con cuernos. Cuando mi pasajero abrió la puerta, el sujeto de la tarima elevó un báculo en el aire, apuntando hacia el firmamento.
El hombrecito se mostró agradecido y estrechó mi mano con fuerza. Luego dijo una frase que se grabó en mi memoria para siempre: «Gracias por el viaje, mi amigo; le debo un favor. Algún día, cuando usted me necesite, sentirá mi presencia y ayuda».
Se bajó del camión y lo vi acercarse lentamente a la ceremonia, calculando cada paso antes de efectuarlo. Miré a lo lejos mientras reiniciaba mi marcha, y vi cómo todos los cultistas se acercaban a recibirlo con sorpresa y entusiasmo. Continué el recorrido sin ver edificio o vehículo alguno, hasta que horas más tarde llegué a mi destino. Luego de descargar la mercancía me dirigí a un lugar económico en el que podría darme una ducha caliente y así relajar los músculos de mi cuello y espalda. Sentí de pronto un cansancio como si acabase de terminar un viaje de semanas sin dormir, como si en algún punto de la autopista hubiese descendido por un túnel profundo, y el recorrido se hubiese extendido a través del inframundo.
Al día siguiente, cuando me dispuse a lavar el camión, encontré las pruebas de lo que había sucedido. En la cabina estaba la evidencia de que todo lo que había vivido aquella noche no había sido producto de mi imaginación. Supe que no me cuestionaría más tarde si aquello habría sido un sueño. Tampoco pensaré jamás que el relato pudo haberse deformando con el paso de los años, alcanzando dimensiones imposibles.
Algunos, cuando les narro la historia, dicen que mi acompañante tal vez no haya sido tan misterioso como lo describo, o que la fogata no era tan grande como la recuerdo. Otros sugieren que las personas quizás no estaban realmente bailando desnudas, sino con prendas ligeras, y que lo que parecían ser túnicas no eran otra cosa que chamarras modernas. Hay quienes me preguntan incrédulos si he vuelto a pasar por aquel sitio, y aunque lo he hecho cientos de veces, jamás volví a ver aquel granero.
Muchos podrán dudar de lo sucedido, pero yo sé que todo fue cierto, sé que presencié aquella ceremonia pagana, y que llevé al invitado principal; un invitado que era mucho más que un simple miembro de una secta. Nada puede detener mi entrega por estas autopistas infinitas, pues él me acompaña en mis viajes, agradecido por el favor, haciéndome sentir extrañamente protegido por su presencia.
Es por él que las alimañas nocturnas hoy se alejan temerosas de las ruedas de mi tráiler, pues ellas saben que soy el navegante, un poco ángel, un poco demonio, y me desplazo dividiendo la oscuridad en dos en mi gran buque de acero.
Él dejó su marca en mi vehículo, librándome de toda duda. En la alfombra de la cabina de mi tráiler dejó dos huellas de barro que no podrían haber sido dibujadas por un par de pies humanos. Eran huellas pequeñas, que me hicieron comprender la naturaleza de aquel ser, pues en ellas se notaban, a la perfección, las pezuñas de una cabra.
.
FIN
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