El sol, desorbitado, se dejaba caer con lentitud abrazadora. El pueblo se encontraba en total silencio. Y los gallos y los ladridos de los perros semivagos, de cuando en cuando, atronaban como trompetas al aire. Esta hora siempre era así.
Fue entonces cuando Leandro de Amuno y Perdiz recibió la noticia, la cual consideró terrible en aquel momento, de que se convertiría en papa. Solo tenía que aceptar el puesto y empacar las pocas cosas que tenía en su cuarto del convento; despedirse de sus familiares; y, quizá se subiría una última vez en aquel risco desde el cual se veía todo el mundo, y despedirse por último de saber que ya no volvería a ver aquellos paisajes secos y verdes cuando llovía.
Cuando estuvo en lo más alto del risco extendió los brazos como si fuera a abrazar a alguien que llega en tren y a lo lejos ve a su querido, pero Leandro abrazaba el aire, la tierra seca, la ceniza de la caña quemada que flotaba, del río que tajaba por la mitad el paisaje, de las piedras grises atolondradas por el sol de los años.
Una ráfaga de viento cruzó el paisaje y lo inhaló con anhelo y amor y sintió el sagrado espíritu regocijarse en sus pulmones. Y por último lloró, como un bebé que no llora por nada pues nada sabe y sólo siente. Agotado de sentir, bajó los brazos, echó un último vistazo, cerró los ojos, como si fuera una cámara fotográfica que acaba de tomar una fotografía, Leandro la introdujo en el baúl de recuerdos, donde solo ponía los más preciados, los más hermosos. Luego bajó hecho un toro el caminito del cerro. Se sentía dispuesto y listo para afrontar la nueva encomienda que el señor tenía preparada para él.
El abuelo de un amigo de la iglesia se ofreció para llevarlo hasta el aeropuerto. Llevaba siendo chofer tantos años, y hecho tantos viajes, que una salida de seis horas ida y vuelta no lo arredraban. A las seis de la mañana Leandro subía con su maletín al taxi. Los monjes lo despidieron desde la puerta del convento con sonrisas sinceras aunque alguno que otro sentía una envidia pasajera, por la cual sentían tremenda culpa y esto volvía sus sonrisas las más sinceras.
El más viejo de los monjes fue el que llegó a darle la noticia de que sería Papa. Entró al cuarto de Leandro, todo gris con una ventana que era solamente un agujero en el cemento. Leandro se peinaba el cabello con agua frente al espejo, y se disponía a vestirse. El monje viejo le pidió un momento. Leandro detuvo sus acciones y se giró para verle la cara.
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