Cinco historias de Navidad (Parte 1 de 2)

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-I-

Todo estaba preparado. Se había ocupado con el tiempo suficiente para que el apartamento apareciera ahora tan limpio y decorado hasta el más pequeño de los detalles. Nada faltaba; había reparado en todas aquellas cosas que enardecían la imaginación de los niños: guirnaldas, campanillas, brillantes estrellitas, pequeñas cajas decorativas, objetos muy simples pero siempre vistosos y eficaces. Las bolas de quebradizo cristal colgaban multicolores del árbol navideño reflejando psicodélicamente en sus esferas el entorno del salón. Aguantó una boba sonrisa cuando se vio retratado y distorsionado en algunas de ellas, ató a las ramas más robustas las últimas cajitas de regalo y se acomodó en el sofá dispuesto a encender la larga ristra de lucecitas que bordeaban en cascada el verde contorno de sus artificiales acículas mientras acercaba a sus labios uno de aquellos pitillos que tan buena compañía y sensación de bienestar le procuraban. Dejó correr su imaginación pensando en la carita que pondría su pequeño Daniel cuando descubriera cada uno de esos regalos que ahora colgaban en el árbol esperando el roce de su inocente mirada. Se lo imaginó riendo nervioso y tomando en sus manos los ahora ocultos muñequitos articulados de Spiderman y el Capitán América, esos minúsculos juguetes que tanto furor provocaban entre la chiquillada. Dejó escapar un suspiro de satisfacción y cerró los ojos esperando encontrar unos minutos de descanso y poder soñar despierto junto a su compañía.

De un punto al otro de su subconsciente notó cómo ambos extremos se unían en una mezcla de colores nacidos de un arco iris maravilloso.

Hacía más de un año que ella no le dejaba verlo ni tenerlo consigo.

-II-

No estaba el tiempo como para andar vagabundeando por aquellos barrios tan alejados del centro urbano, pero el destino había decidido por él ofreciéndole como hogar todas las calles y avenidas de la gran ciudad; y aquéllas no iban a ser menos que el resto. Hacía mucho frío y empezaban a caer unos copos de nieve que no auguraban nada bueno. Hubiera sido mejor para él resguardarse en algún lugar caliente donde poder tomar una sopa ardiendo y un trozo de pan del día, pero tampoco quería dar con sus huesos en uno de aquellos centros de acogida menesterosa que tan malos recuerdos le traían. Verse junto a todos esos individuos surgidos de un submundo de dolor y tristeza, millonarios en la misma pobreza y pútrida suciedad que él, le producía un sentimiento de culpa que tardaba mucho tiempo en desaparecer.

Con un gesto involuntario alzó lo más que pudo el cuello del viejo abrigo y se refugió en un recoveco que ofrecía el encuentro de dos viejos edificios mientras observaba con cierto temor los matices que iban tomando las aceras a medida que la nieve se encargaba de cubrirlas con su manto. Esa noche iba a ser crucial para él, lo intuía sin saber por qué. Era la tercera Nochebuena desde que decidió desaparecer de entre los suyos y abandonar aquel mundo acomodaticio e hipócrita en el que había estado cómodamente instalado.

La enfermedad también tuvo que ver, era cierto, pero su esquizofrenia no fue solamente la que le llevó a aquel estado de miseria y abandono. Fue algo más, algo que tuvo que ver con su hastío hacia aquella sociedad huera de amor donde el prestigio y el dinero eran lo único importante. Cuando se convenció de ello y su estado de ánimo entró en una vertiginosa espiral decadente, fue el momento en que los brotes psicóticos se manifestaron más fuertemente y comenzó a escuchar aquellas voces cavernosas que surgían del interior de su cerebro, repitiendo y repitiendo sin descanso “… Olvídate de ellos, Mateo, sal al exterior… ¡Libérate y busca tu arco iris…!” ¡Esa hiriente frase que tanto le machacaba el cerebro!

Y eso hacía desde entonces: buscarlo.

Extrajo del pequeño saco un mendrugo de pan reseco y se sentó en el hueco apretando sus espaldas contra el húmedo ladrillo en un vano intento de protegerlas del intenso frío. Mientras, otro desgraciado como él, pero éste tambaleante y lleno de alcohol barato hasta las orejas, se aferraba fuertemente bajo la tenue luz de una farola intentando entonar bien el estribillo de una conocida canción de Navidad… “…Beeelén…, campaaanas de Beeelén, que los ángeles tooocan y… y… hip… hip…¡Maldita sea…! ¿Cómo coooñoo sigue el maldito vi… vi… villancico de los co…co…jones?”

Debería buscar también su arco iris…”, se dijo Mateo dejando caer la vista al suelo mientras dos chorretones de translúcidos mocos salieron de la nariz dejando su impronta en aquel hirsuto bigote que coronaba una mueca de dolor.

-III-

No estaba dispuesta a ello pero no tenía más remedio que cumplir la orden judicial. Dejarle al crío era lo último que quería, no ya porque sabía que adoraba a su padre y por ello corría serio peligro de perderlo pasando unos años más, sino porque su tenaz orgullo le impedía comprender que eso era lo mejor para el niño y le ayudaría a superar poco a poco el hecho de la separación de sus padres. Le fue vistiendo mientras le hablaba de la cena de Nochebuena y del montón de regalos que le habían reservado los Reyes de Oriente cuando volviera a casa. Le dijo que había hablado personalmente con Baltasar para decirle que él era un niño muy bueno y obediente, que su carta se la había entregado en mano y que, después de haberla escuchado atentamente, uno de sus pajes le había puesto un sello en tinta indeleble en el que se leía en letras mayúsculas las palabras “PREMIAR A DANIEL”.

El chico la escuchaba con los ojos muy abiertos mientras se quejaba del picor que le producían los gruesos calcetines de lana con los que le cubría su madre los pequeños pies. “No pasa nada, mi amor… Ya se te pasará ese picorcillo de nada. Tienes que estar bien abrigado si quieres ir a casa de papá, hace mucho frío en la calle, cariño…”, le decía para intentar convencerle sin éxito. “… Y no te olvides que mamá te quiere más que papá… ¿eh…?”, le había repetido hasta en cinco ocasiones.

Cuando sonó el timbre de la puerta, el chiquillo saltó de la cama como un muelle y salió corriendo hasta la entrada gritando enloquecido “¡Mami, mami, ya etá aquí… ya etá aquí…!”, mientras en sus ojos se pintaba una paleta de colores de pura alegría.

 

... Continúa...


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