LA NIÑA QUE ALIMENTÓ AL DIABLO (1 de 2)
Por Federico Rivolta
Enviado el 20/12/2023, clasificado en Terror / miedo
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En el extremo sur de San José, al otro lado del río, hay una casa que ha desatado la imaginación de todo un pueblo. Se trata de una edificación vieja, con problemas de humedad desde la época en que la zona se inundaba. Tiene frente de madera, techo a cuatro aguas, no es grande ni pequeña. Una casa común, dirían quiénes no conocen su historia. El lugar estuvo abandonado por décadas, desde que yo era pequeño, pues allí vivió un hombre que supuestamente vendió su alma al Diablo.
Yo apenas tengo esbozos de recuerdos de lo que se vivió en esos tiempos, recuerdos que se tergiversan con las diferentes versiones de los hechos que circulan. Se dice que, cuando aquello ocurrió, el sujeto tenía más de cuarenta años y vivía con sus padres. Ellos estaban jubilados y no salían mucho, por lo que la gente tardó en darse cuenta de su ausencia. Cuando el pueblo se enteró, habían pasado varios días y era demasiado tarde para salvarlos. El hombre los había atado para devorarlos en vida trozo a trozo. A juzgar por las velas y otras pruebas de los rituales que allí se habían ejecutado, él había entregado su alma, pero no obtuvo lo que esperaba; el hombre había sido convertido en una bestia, en un monstruo sin conciencia; un esclavo que vivía para satisfacer los morbosos caprichos del Príncipe de las tinieblas.
No sé qué ocurrió con aquel sujeto. Algunos dicen que la policía lo mató cuando intentó escapar, o quizás se entregó, y un oficial enloquecido por la escena le disparó sin pensar. Es que ese escenario de pesadilla debió ser demasiado para la vista. Dos cuerpos desnudos atados en sillas, uno junto al otro, con jirones faltantes por todo el cuerpo, devorados hasta el punto en que quedaron huesos expuestos. La pareja falleció de camino al hospital a causa de las torturas y múltiples infecciones. A veces me pregunto en qué momento se habrán rendido y habrán comenzado a implorar la muerte.
Existe la versión de que el hombre fue enviado a prisión perpetua, o a un hospital psiquiátrico donde podría seguir vivo; hoy tendría unos setenta u ochenta años, y es probable que los tratamientos y medicinas terminaran de borrar de su mente las atrocidades cometidas. Las versiones de lo que ocurrió con él se multiplican a medida que pasa el tiempo, y hasta he escuchado el relato de que desapareció en su celda en una bola de fuego, de la que solo quedó un pentagrama de cenizas trazado en el suelo.
La historia se convirtió en leyenda, y los jóvenes comenzaron a ir por las noches al lugar abandonado para vandalizarlo, hasta que los vecinos se encargaron de poner una cerca. Nadie volvió a ocupar esa casa hasta el día en que una viuda y su hija llegaron al pueblo; sus nombres: Lucía y Jazmín.
Jazmín era una chica inteligente y entusiasta, que enseguida se hizo amiga de todos sus compañeros de curso. Como profesor no está bien que lo diga, pero si alguna vez tuve una estudiante preferida, esa fue Jazmín.
Soy profesor de ciencias naturales en la escuela primaria. Soy, por tanto, un creyente de que todo tiene una razón de ser, absolutamente todo tiene una explicación racional. Eso es lo que profeso, eso es lo que enseño a mis alumnos. Pero cuando de esa casa se trata, aquello que mis referentes sostienen tiembla, y termino pronunciando palabras que jamás creí saldrían de mis labios, como que hay cosas que no se rigen por las leyes físicas, y que el universo no es del todo cognoscible para el ser humano.
El primer día que Jazmín asistió al colegio se destacó. Cuando se presentó frente a la clase recibió burlas de algunas compañeras, pues era poco desarrollada para su edad. Yo las callé y ella pronto comenzó a perder la timidez y a mostrar su elocuencia.
Esa misma clase llamó la atención de todos por sus saberes. Yo miraba alrededor a ver si alguno de mis antiguos alumnos contestaba a mis preguntas sobre temas de los que habíamos hablado decenas de veces, pero era ella quien contestaba primero.
Tuve la oportunidad de conocer a Lucía, su madre. Llegó con el cabello suelto, labios en rojo y un vestido floreado ajustado en la cintura; mucho más corto de lo que lo suelen usar las otras madres de los estudiantes. Entró al aula para la reunión de padres que hacemos luego de las primeras dos semanas de clases, y yo la llené de elogios por el modo en que había educado a su hija. También la habría elogiado por cómo le quedaba el vestido, pero como profesor no está bien que lo diga.
Jazmín se adaptó sin problemas a la escuela, sin duda era la más inteligente del curso y, sobre todo, le encantaba aprender en las clases de ciencias. Es por esos motivos que enseguida noté que algo le estaba sucediendo. Comencé a verla distraída, alienada, y a las pocas semanas dejó de jugar en los recreos con los otros chicos y a esconderse en sí misma. Había días en que se veía muy cansada, como si no hubiese dormido en toda la noche, y hasta me dijeron que en una oportunidad se quedó dormida en la clase de matemática.
El día del examen llegó y ella ni siquiera tomó su lápiz. Todos los demás entregaron sus hojas y ella seguía con la suya en blanco. Cuando me dio su examen la llamé y le pregunté qué le pasaba, ya que no esperaba menos que un diez en su evaluación. Jazmín se encogió de hombros, mostrando que le daba lo mismo la calificación. Le dije que si algo le estaba ocurriendo podría hablar conmigo o con algún otro profesor, y que le daría otra oportunidad para rendir, pero ella volvió a encogerse de hombros. Al final hizo un gesto de agradecimiento y se retiró. A partir de entonces la vi como en caída libre.
Durante el almuerzo se sentaba sola, y comía tres y hasta cuatro platos. Iba al colegio con la ropa sin planchar, y solía jugar juegos extraños en soledad. En una ocasión la vi metiendo lombrices en un frasco. «Es para mi jilguero», dijo cuando la descubrí. Su curiosidad no había menguado, aunque no tanto por las clases en sí. Solo alzaba la mano para hacer preguntas que poco tenían que ver con el contenido que estábamos estudiando. Me preguntó, por ejemplo, qué ocurre si uno persona deja de ver la luz del sol por muchos días, y en otra oportunidad deseó saber si los animales sienten dolor del mismo modo en que lo sentimos las personas. Luego de eso no dudé que fue ella la culpable de la desaparición Boris: un cobayo negro que vivía en la pecera del aula y era la mascota del curso. Ese mismo día hablé con la asistente social de la escuela.
...
...continúa en la segunda y última parte...
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