Dos monedas de un céntimo (1)

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Enviado el , clasificado en Intriga / suspense
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-I-

Se ajustó la hebilla del cinturón y dejó caer tres billetes de cincuenta y dos brillantes monedas de un céntimo sobre la mesita de noche. Que no se dijera que se había ido sin pagar el servicio… Y además con propina, se dijo con una sonrisa malévola. Al hacerlo, casi llega a tirar la fea lamparita que intentaba iluminar aquel dormitorio cargado con un ambiente de diferentes tonalidades de rojo. Instintivamente hizo un rápido ademán para que no cayera, pero en una fracción de segundo se dio cuenta de que no sería necesario; la vieja luminaria dibujó un breve y tímido baile circular y después retomó por sí sola el equilibrio, como riéndose de él, quizás para dejarle bien claro que no necesitaba su maldita ayuda para mantenerse dignamente en pie.

Entró en el servicio y se lavó concienzudamente las manos cuidándose de ser muy meticuloso de borrar todas las huellas. Después de acomodarse la chaqueta, se dispuso a salir del apartamento despidiéndose desde la puerta con un silencioso adiós, haciendo caso omiso al último estertor que aún gemía la vida de aquella ramera.

Odiaba a las putas y Gianni no estaba para bromas; la espera se le estaba haciendo eterna, y ni siquiera esa escasa hora de placer sexual le había aquietado sus ansias de acabar cuanto antes con el problema. La próxima media hora marcaría para siempre su futuro próximo, se dijo, y no dejaría pasar esa oportunidad única de recomponer para siempre su delicada situación personal… «Te lo repito… a las diez en punto… No faltes. Y no olvides los 3000€; ya sabes que no hablo por hablar…  Ya me conoces, mi querido y guapo Gianni…», le había dejado bien claro antes de colgar y dejarle con la palabra en la boca.

La odiaba, y se avergonzaba de ello, pero ella se lo había buscado a base de machacarle con sus continuas exigencias. No estaba dispuesto a tolerar más extorsiones ni esas llamadas chulescas; ese sinvivir le estaba absorbiendo por dentro las entrañas como una botella de ácido.  Aquella mujer había sabido aprovechar durante esos dos últimos años los sucios capítulos de su relación con ella, exprimiendo hasta el límite su buena voluntad, y estaba claro que tenía que acabar con esa situación de una vez por todas… No había otra salida, o aquello jamás acabaría.

-II-

Encaminó sus pasos hacia la Vía Apia Antigua. Allí habían quedado citados a petición suya en la Puerta de San Sebastián, cerca de las catacumbas de San Calixto. Aquella era una zona muy tranquila, casi lúgubre y exclusivamente peatonal; a esa hora ambos pasarían totalmente desapercibidos, sin miedo a miradas y oídos ajenos.

Ya había anochecido, pero hacía un tiempo envidiable que invitaba al paseo. Miró su reloj; calculó que caminando tardaría poco más de quince minutos en llegar a su destino, y aún le sobraría cerca de otro cuarto de hora. Roma siempre se dejaba ver con gusto y aprovecharía esta nueva ocasión para pasear con tranquilidad por sus antiguas calles e intentar quemar con un par de pitillos sus deseos irrefrenables de salir huyendo. «No puedo echarme atrás…Se lo merece… No hay otra alternativa…», se reafirmaba y pretendía convencerse a cada paso que daba, dándole ánimos a su plan para evitar el nerviosismo que lo embargaba.

Casi sin darse cuenta, cruzó imprudentemente la calle por un sitio indebido y provocó el frenazo de un taxista que, malhumorado, se cagó literalmente en su padre; gritándole en una especie de dialecto toscano barriobajero, le conminó a cruzar la calzada con prisas y después arrancó a toda pastilla haciendo chirriar los neumáticos en señal de su irascible cabreo. «Bah… pobre hombre, lo siento por él…» -pensó para sí-, y siguió sumido en sus pensamientos camino hacia las catacumbas.

Pocos minutos después cayó en la cuenta de que ya había traspasado las murallas de la ciudad y se encontraba muy cerca del sitio fijado para el encuentro. Se tomó un pequeño respiro y encendió otro cigarrillo antes de continuar el camino hasta la Puerta de San Sebastián. No vio a nadie por los alrededores y las pocas farolas tampoco se esforzaban mucho en ofrecer una luz decente a las pocas almas que pudieran pasar por el lugar. En aquella parte del recorrido la antigua calzada romana estaba muy bien conservada, por lo que tuvo un especial cuidado de no tirar los restos del cigarrillo. Después de apagar la punta con la yema de los dedos, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta envuelto en un pequeño trozo de papel, en un acto de civismo del que siempre le había gustado hacer gala. No le cansaba repetírselo a los que escuchaban con tanta devoción su excelente oratoria: «Todos tenemos la obligación de ser pulcros con nuestros actos, incluso con las basuras que vamos dejando por ahí… Debemos cuidar el medioambiente, ser amigos y siervos de la limpieza, porque de ello depende también el bienestar de nuestros conciudadanos…» -les decía a sus oyentes contertulios-, y por tanto no iba a ser él un privilegiado infractor de sus buenos consejos.

-Hola, querido Gianni, mi guapo, esbelto y varonil Gianni… Ya veo que tampoco esta vez has podido sustraerte a mis encantos… -le acometió la voz femenina desde su espalda, cortando el hilo de sus pensamientos y haciéndole girar de sopetón-. Ven, paseemos, tenemos mucho de qué hablar… ¿Has traído lo que te dije? -le cogió del brazo sin más palabras, dándole besuconas carantoñas en el cuello al mismo tiempo que le hacía caminar lentamente hacia las catacumbas.

-Verás, Chiara, no estoy para bromas. Acabemos cuanto antes con esto y cada uno por su lado… ¿Te parece? Si quieres podemos acercarnos hasta la entrada de San Calixto y allí te entrego lo que quieres. Pero tienes que prometerme que ésta será la última vez, y que tu boca quedará sellada para siempre.

Y ciertamente… Para siempre quedó callada.

Limpió con esmero la afilada navaja en el bonito vestido de Chiara y, después de encender su pequeña linterna, introdujo el cuerpo exánime en el nicho más apartado de la oscura catacumba. Casi no le había costado esfuerzo quebrantar el cierre y acceder a su interior con ella; era de mediana estatura y algo delgada, aunque muy hermosa y esculturalmente proporcionada. Tampoco se le olvidó su macabro rito: arrojó sobre su vientre un arrugado billete de cincuenta y después colocó una moneda de un céntimo en cada uno de sus ojos. Sabía que San Calixto se había cerrado al público para evitar su evidente deterioro y realizar unas obras de mantenimiento que no se iniciarían hasta pasados al menos seis meses… Para entonces sería casi imposible que alguien pudiera vincularle con el asesinato de aquella maldita prostituta.

 

(Continúa...)


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