EL MALIGNO (1 de 2)

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Pasaron tres meses y veintiséis días, y no me siento mejor. Por las noches despierto a los gritos, empapado en sudor, y el dolor en mi pierna se ha vuelto insoportable. Me esfuerzo al máximo en las sesiones de rehabilitación, mientras los médicos me dicen que eso tomará tiempo. Pero no tengo tiempo, porque los días pasan, que más que avanzar, transcurren en cuenta regresiva.

He contado esta historia a la policía, pero los del distrito están claramente comprados, o más bien, están aterrados. Cuando fui a hablarles me di cuenta de que no me ayudarían y que, si insistía, sería yo quien terminaría deteniendo. Me dirigí a otras comisarías, y todas dicen que el caso no pertenece a su jurisdicción. Debo, por tanto, arriesgarme a ir solo, como la primera vez que fui a ese lugar.

Ocurrió un viernes. Yo viajaba a Santa Fe al cumpleaños de mi sobrino. Mi hermana llevaba tiempo insistiéndome que fuera a visitarla; desde que se casó y fue madre, solo la había visto en dos oportunidades. Aquel fin de semana largo sería el momento propicio para ver lo mucho que había crecido el niño. Le había comprado una motocicleta de juguete, que más que juguete era una réplica exacta de una Axl Jokerson 250; la misma que utilizaba el temerario Gunner.

Llevé mi maleta al trabajo para ir directo desde allí. Mi intención era llegar a la fiesta antes del anochecer, pero el tránsito del viernes me obstaculizó la salida de la ciudad, además, apenas tomé la ruta se desató una tormenta, y debí aminorar la marcha.

De pronto, en medio del camino, vi un árbol atravesado; fue entonces cuando la pesadilla comenzó.

Bajé de mi automóvil y observé que me sería imposible cruzarlo; el tronco estaba acostado en forma perpendicular a la calle, y esquivarlo implicaba meterme en el lodo que a esa altura era más fácil de cruzar en bote. Revisé el GPS y encontré una ruta secundaria a pocos metros por la que no me desviaría demasiado.

Conduje casi una hora por ese camino sin cruzar persona alguna. Alrededor todo era plantaciones de maíz, tanto como lo permitía la vista, pero de pronto me vi envuelto por unos árboles que se cerraban formando un túnel.

Ya había comenzado a oscurecer cuando crucé un segundo árbol derribado sobre el asfalto. Esa vez lo pude esquivar y seguir, pero al pasar junto a él algo llamó mi atención. Se trataba de un cráneo asomado entre las ramas. Me pareció que se trataba de la cabeza de una cabra con símbolos pintados en rojo y largos cuernos. Aquello me distrajo un instante y choqué con algo que me hizo perder el control del vehículo. Caí a una zanja y al golpearme perdí el conocimiento.

Desperté en una cama que no era la mía. Mi vista comenzó a aclararse de a poco y pude mirar a mi alrededor. Se trataba de un dormitorio con paredes de madera. Todo el lugar parecía de otro tiempo. No había televisor, ventilador ni ningún aparato eléctrico, incluso había una lámpara de aceite sobre la mesa de luz.

Al ponerme de pie sentí un fuerte dolor en la pierna izquierda. Entendí que me había lastimado en el accidente, y alguien me había vendado desde la rodilla hasta el tobillo. Caminé con dificultad para buscar mi bolso, que estaba junto a la ventana. Busqué allí mi teléfono celular, pero no lo encontré. Salí caminando despacio fuera de la habitación, y encontré que toda la casa era de otra época, no había refrigerador y todos los muebles eran hechos a mano. Aquello no se detuvo al cruzar la puerta; todo el barrio parecía tratarse de un pueblo medieval.

Las casas se veían tan antiguas como aquella en la que desperté, y había hombres trabajando por todas partes. Estaban armando estructuras de madera con martillos y sierras de mano; no vi a nadie usar ni una sola herramienta eléctrica.

Me acerqué a uno de ellos y le pregunté en dónde me encontraba, pero al darse la vuelta me eché hacia atrás. Su rostro estaba desfigurado. El lado izquierdo no estaba en línea con el otro: su oreja, su ojo, su ceja…, todo estaba varios centímetros debajo de su homólogo derecho. Aquello no parecía haber sido causado por un accidente, parecía más bien una deformidad de nacimiento.

No tuve tiempo para decir nada cuando otro sujeto se acercó y también me sorprendió por su aspecto. Tenía una mandíbula prominente, escasos dientes, y su nariz era larga y puntiaguda.

Sospeché que aquello podía ser producto de mi imaginación, pues me sentía mareado y dolorido, entonces alguien tocó mi espalda con tal suavidad que me calmó al instante. Era una hermosa joven de cabellos rojizos, adornados con pequeñas margaritas. Llevaba un vestido blanco y unas sandalias. Tenía el rostro pecoso, ojos grandes y verdes, y me regaló una sonrisa de esas que ya no se ven en el mundo citadino.

–Me alegra que despertaras –me dijo–. Tuviste un accidente con tu automóvil. Estuviste inconsciente durante dos días; mi familia y yo te hemos estado cuidando. Mi nombre es Elvira.

Elvira me ayudó a regresar a su hogar y volví a acostarme. Luego se sentó a mi lado y me contó que vivían en una comunidad que se mantenía apartada de la tecnología moderna, y que era la primera vez que hablaba con alguien del mundo exterior.

Apoyó su mano en la mía y volvió a sonreír de un modo puro. Yo me perdí unos segundos en su mirada, pero de pronto sentí como si un cerdo me hubiese olido el cuello. Al darme la vuelta vi a otra joven muy diferente a Elvira; caminaba como un simio, tenía el rostro deforme, y en sus escasos cabellos, también rojizos, llevaba un moño blanco.

–Ella es Gigi –dijo Elvira–, mi hermana gemela. Creo que le agradas.

Luego lanzó un trozo de pan al suelo y Gigi se lanzó sobre él.

El dolor en mi pierna volvió a atacarme, sentía como si me la estuvieran quemando, y pregunté si tenían calmantes y antibióticos. Elvira me explicó que me habían puesto hierbas silvestres que evitarían la infección, pero no tenía más calmantes para darme que un poco de hidromiel. Enseguida regresó con un vaso y yo le pregunté por mi teléfono celular y mi automóvil. Me contó que lo habían remolcado y un mecánico lo estaba reparando. Luego se retiró para ver si hallaba mi celular.

Me quedé acostado, sin nada que hacer más que mirar aquella habitación que parecía haber salido de un cuento clásico de brujas. Frente a mí había un escritorio de madera con velas y un tintero con pluma. A un lado vi un pequeño armario, también de madera. Pronto me di cuenta de que no estaba solo; Gigi seguía allí, en cuatro patas, con los ojos clavados en mí.

...

...continúa en la segunda y última parte...


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