El hombre de negro, emisario del mal. Parte 2 de 2. Final.

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        Justo una semana después, Raquel llamó a la puerta de la habitación del lujoso hotel dónde se hospedaba el candidato con más posibilidades de ser elegido en los próximos comicios.

    Roberto, que así se llamaba el candidato. Se mostró entusiasmado con la presencia de aquella profesional. Eso sí, ordeno que todo aquello se guardase en secreto.

     Raquel se cambió de ropa y comenzó con el ritual. Roberto le contó muchas cosas que no debería haberle contado. Normalmente Raquel, consciente del poder que tenía en sus manos, iba con el freno de mano echado, pero aquello era diferente. Aquel tipo era deshonesto y el hombre de negro le había dado instrucciones muy claras. La mezcla de deseo y dolor era irresistible.

      Tres días después, el hombre de negro contemplaba con mirada de pirómano su obra. Todo había salido a la perfección, la carta anónima a la mujer del político, las fotos en paños menores y el suicidio cobarde de un hombre que no podía perder algo que nunca había tenido, el honor.

      Raquel leyó la noticia en el periódico y durante un instante sintió culpa. Pero su conciencia no dejó que ese sentimiento acabase con su mundo. Un hombre menos, nada menos que un político. El mundo era mejor. Además, que podía haber hecho ella sola, su guardaespaldas la había abandonado. Se sentía más madura, más fuerte, más independiente.

     El hombre de negro contempló con agrado la reacción de su empleada. Le gustaba ganar, aunque a lo largo de su existencia, una existencia que no se medía ni en años ni en nada cuantificable, había habido de todo. Raquel prometía, la próxima vez sería más difícil, pero estaba seguro de si mismo, había aprendido. 

Pensó en Gabriel.

********************

    7 de Mayo de 1924, Viena. Mientras que en el teatro el coro entonaba la "Ode an die Freude" (Oda a la Alegría) en el estreno de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, Clara, una joven de clase baja, prostituta para más señas, se encontraba sentada en una taberna, bebiendo un vaso de vino.

     El recinto estaba lleno de borrachos, hombres y mujeres que bajo los efectos del alcohol, lanzaban improperios y eructos entre risotadas. 

 Clara, con ojos vidriosos, miró a su alrededor.

     El día anterior apenas había logrado juntar unas monedas, más de lo normal, pero insuficientes para pagar la consulta del matasanos y las medicinas que mantenían vivo a su hijo. Fruto de la desesperación, había pedido un préstamo a un interés abusivo y tenía que pagarlo. Era valiente, no tenía escrúpulos y desde hace mucho tiempo la dignidad no le importaba lo más mínimo. Sin embargo, lo de ayer había sido demasiado, tenía la piel en carne viva después de que ese desalmado la hubiera golpeado con el cuero para cumplir sus fantasías fetichistas. Por lo menos había pagado, pero aquello no podía repetirse todos los días, el ser humano tiene un límite y ella, ella había alcanzado el suyo con creces.

     Un hombre de tez pálida que aparentaba unos cincuenta años, vestido de negro, elegante, entró en el local y dirigiéndose a dónde estaba Clara, sin pedir permiso, se sentó frente a ella. 

- Tengo una propuesta para tí. - 

     Clara, sorprendida, reaccionó pasándose la mano por el cabello y ajustando el escote de su vestido. Luego se inclinó hacia delante para que aquel tipo pudiese echar un buen vistazo a sus pechos.

El hombre sonrió.

       Después de tanto tiempo aun encontraba fascinante como esos seres podían tener interés en el sexo.

- No quiero eso de ti. Vengo a darte algo. - 

- Lo único que me hace falta ahora es dinero.

     El hombre sonrió enseñando los dientes, unos dientes blancos demasiado perfectos para ser reales.

- Tu hijo vivirá si me haces un pequeño favor.

   Clara era joven, pero había vivido lo suficiente para saber que el mundo estaba lleno de charlatanes. Sin embargo le escuchó.

- Seré breve. Yo siempre pago por adelantado, esta tarde, cuando vuelvas a casa, verás que tu hijo ha recuperado la salud. Mañana, ofrecerás tu cuerpo a Tom y le clavarás un puñal por la espalda. Si lo haces, tu chico encontrará la salud, si no la enfermedad volverá a adueñarse de su cuerpo.

       La mujer escuchó con una mezcla de incredulidad y contenida indignación. Sin embargo, antes de que pudiese responder, el hombre de negro se levantó y sin mediar palabra, abandonó la taberna. 

     Aquella noche su hijo la recibió lleno de salud. Los ojos de Clara se llenaron de lágrimas mientras abrazaba a su vástago.

El sueño tardó en llegar. 

   Al día siguiente, desnuda junto al cuerpo de Tom, experimentó por primera vez en su vida el significado de la palabra pecar.

En su mano el cuchillo y la vida de aquel joven. 

     Sí, Tom no era más que un muchacho hijo de ricos, que, antes de contraer matrimonio, por expreso deseo de su progenitor, debía ser instruido por una profesional en aquel arte. Le había hablado de aquella música sin igual, compuesta por un hombre sordo. De lo mucho que su prometida había disfrutado con la velada el día anterior, de los aplausos de la gente. Aquel hombre podía ser culpable de muchas cosas, pero a ella no le había hecho ningún daño. Una vida a cambio de la salud de su hijo. Porque sí, estaba segura que el hombre de negro, el mismísimo demonio, tenía poderes.

Miró una vez más a Tom, dormido bajo los efectos de la bebida que le había preparado. Le miró, alzó el brazo cuchillo en mano y...

Y lo dejó caer.

No podía hacerlo. 

      Lucharía por la vida de su hijo, visitaría de nuevo a aquel sádico si hacía falta o incluso accedería a ser una cobaya, enfermar y tal vez morir participando en aquellos experimentos médicos sin garantías. Nuevas drogas y medicinas para un futuro mejor.

     De camino a casa, con las monedas que el cliente le había dado, tropezó con un joven de pelo rubio y ojos azules.

- Discúlpeme. Se encuentra bien.- 

      A pesar de ser un saco de nervios y tener la mente llena de preocupaciones, notó que aquella voz le agradaba.

- ¿Le conozco?

- No creo, pero yo a usted sí. Eres la chica que ha instruido a mi amigo y he de decir que escoje muy bien, sois muy hermosa.

    El halago no paso desapercibido. Le gustaba esa extraña combinación de lenguaje formal y casual con el que se dirigía a ella.

- Por cierto, soy médico, bueno, algo así, estoy en periodo de pruebas.

- Médico... 

- Sí, y además he oído el caso de su hijo. Creo que puedo ayudarte.

- Yo, ¿de verdad?, yo haré por usted lo que sea.

El joven de pelo rubio, para su sorpresa, le ofreció trabajar para él.

- No te preocupes, te enseñaré a leer y escribir... lo otro, lo más importante, ya lo sabes.

- ¿Y a qué os dedicáis?

- Bueno, es difícil de explicar pero digamos que hago algo parecido al tipo que os visitó en la taberna, digamos que colecciono almas.

Y acompañó sus palabras apuntando con el dedo índice hacia el cielo.

    Ella no comprendió, aun así,  por primera vez desde hace mucho tiempo, sonrió de verdad.

- Por cierto, ¿cómo os llamais?

- Gabriel, a su servicio.

 

FIN


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