Dos lágrimas púrpura

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La recuerdas como si fuera ayer.

Entonces erais muy niños y ni siquiera teníais idea de lo que significaba las diferencias entre sexos; pero sé que os queríais profundamente, como nacidos el uno para el otro.

Martina era una niña despierta y ágil, juguetona a más no poder, siempre riendo sus propias gracias y disfrutando de su joven vida de diez años recién cumplidos. Ella vivía en el portal aledaño al tuyo, y todas las mañanas os acompañabais hasta la escuela que se encontraba a pocos pasos de vuestras casas, en la misma plaza donde se ubicaba el gran edificio de viviendas donde residíais, un pequeño barrio obrero cercano a la fábrica de vidrio y la almazara industrial donde trabajaban vuestros respectivos padres.

Tú le llevabas apenas un año de diferencia, pero tienes que reconocer que su intelecto siempre fue de un nivel por encima del tuyo. Si tú pensabas en comprar alguna chuchería, ella ya se había adelantado corre que te corre hasta el pequeño quiosco verde donde Armando, el viejo Armando, le surtía de sendos chicles que, sin daros cuenta, casi engullíais olvidando que eran sólo unos simples masticables. O si se te antojaba jugar con ella al piedra-papel-tijera, camino del colegio, ella ya estaba escondiendo su mano derecha segundos antes de proponerle tú tan absurdo juego infantil.

A veces te daba miedo, tenías la sensación de que leía tus pensamientos y que se reía de ti haciendo contigo prácticas gratuitas de ese don tan especial del que carecías. Siempre se te adelantaba en todo, y ello -tienes que reconocerlo- te llevó a sentirte un poco acomplejado. Pero también sabes que todo lo hacía para hacerte feliz.

Martina no era una niña tan guapa como para que, con el transcurrir de los años, pudiera haber despertado varoniles pasiones; pero recuerdo que sus redondeados pómulos y sus grandes ojos le harían ser una mujercita muy especial. Sus miradas tiernas y escrutadoras proyectaban en ti unos profundos sentimientos de dependencia, amor y dejación de ti mismo. Su influencia llegó a hacerse tan grande que llegaste a pensar que jamás podrías hacer algo en la vida lejos de aquella graciosa e inteligente personita de pelo liso y falda plisada, siempre oliendo a chicle, caramelo y tiza.

Martina no tenía amigas; sus juegos eran los tuyos, y suyos los tuyos, y recuerdo cuando el resto de renacuajos os miraban como si fuerais marcianos mientras se decían unos a otros, tapándose la boca y en voz baja, “… son novietes, son novietes…”, y después se reían como se suelen reír las chiquilladas que desconocen el concepto y creen haber descubierto un misterioso secreto inescrutable.

Martina un día desapareció.

Fueron momentos de grave angustia para sus padres. No supieron nunca lo que podía haberle ocurrido. Aún no había cumplido los doce años y una tarde de pleno verano se la echó de menos. Los chiquillos decían en sus ruidosos corrillos que se la había llevado el “Hombre de la Manteca”, pero tú sabías que eso era una burda leyenda inventada por los adultos para meter miedo a los menores cuando se empeñaban en que hicierais o no algo.

Fueron tiempos muy duros.

Claro que intervino la policía… Y, después de meses de investigación, llegaron a la conclusión de que Armando, el viejo Armando del puesto de chucherías, era el principal sospechoso de la desaparición de la pequeña Martina, y todo porque el muy desgraciado tenía unos pequeños antecedentes por antiguos hurtos y, además, padecía una esquizofrenia paranoide. Fue apresado y condenado sin pruebas a treinta años de presidio en el psiquiátrico carcelario, y creo que el pobre allí falleció al cabo de dos años de condena gritando entre sollozos inconsolables que él era inocente.

Al cabo de todo este tiempo has sentido todos los días la ausencia de la graciosa e inteligente Martina; la has echado de menos y desde entonces has llorado amargamente sólo con la frustrada idea de haberla podido ver desarrollada como mujer, a tu lado, como siempre estuvo.

Martina, la pobre Martina…

Ahora, en este rincón, la ves sentarse a tu lado y observarte fijamente con esos dulces ojos que siempre te ofrecieron amor y sosiego. Te dice en silencio, lo leo en sus labios, que no te preocupes, que ella se encargará de llevarte de la mano cuando llegue el momento.

Lo sientes…. Lo sientes mucho, y a Dios le pides que por fin te perdone, y a ella que te acoja a su lado sin rencor, que te permita acompañarla y hacer juntos el camino azul.

Te cegaste, no te quedó otro remedio, suplicas que hayamos de entenderlo… Fue horrible, pero se había apoderado de tu voluntad, tenías que librarte de aquella absorbente influencia que te ahogaba, que te anulaba. Cumpliste por desgracia un plan que ni siquiera tenías proyectado; aún resuena en tu memoria machaconamente cuando fuisteis hasta la almazara cercana y cayó bajo la molturadora. La enorme carga de aceitunas cayó sobre ella, fue triturada y hecha pulpa, mezclándose sus esencias de ángel con el jugo y el olor del orujo reciente. Aquel color sangriento se fue poco a poco disipando para perderse al fin entre un óleo áureo y viscoso.

Ni un solo grito salió de su boca, ni viste en sus ojos el menor reproche mientras caía y una sonrisa de sincero amor pintaba en su boca.

A lo largo de todo este tiempo, tras tantos años de vivir sin ella, Martina te ha estado acompañando en ésta tu celda, y siempre te ha venido diciendo que sabía que lo harías; te ha dicho cientos de veces que no opuso resistencia con tal de hacerte feliz.

Es mi turno del castigo… Yo, Satán, reclamo tu alma para seguir torturándola. Martina te mira y, como siempre, desde que Él te encerrara y dejara a mi cuidado, deja escapar otra vez por sus grandes ojos dos lágrimas púrpura pidiendo perdón por tu alma.


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