La cabeza le daba vueltas y el mundo se hacía cada vez más borroso, pero él solo tenía atención para una única cosa. Los sonidos del crepúsculo reverberaban en aquel cuchitril, una especie de preludio nocturno sobre el papel roto y descolorido de las paredes: sirenas de policía, pasos rápidos, aleteos. La pequeña lanza lumínica de una farola cercana conseguía filtrarse por los agujeritos de las persianas cerradas a medias. La luz tenue le apuñalaba los ojos, formando sombras oscuras en los pómulos, pero estos seguían fijos en él. Tan fijos que dolían.
A lo lejos ladró un perro. Esto consiguió sobresaltarle por un instante. A Adam Greene le daban miedo los perros desde pequeño. Recordó al viejo pastor alemán (Galletas, se llamaba) de su vecino, el señor Kowalski. Todos los días le ladraba a través de la verja, cuando pasaba de camino al colegio, o cuando quería comprar un helado en la tienda de la esquina. Adam le hacía burla cuando esto pasaba, riéndose de la impotencia y la frustración del perrazo, tras la seguridad que le proporcionaba el alambre. También recordaba ese agujero en la verja aquel día, apenas perceptible desde fuera por culpa de un arbusto que lo cubría, pero suficiente para que el perro pudiera abrirse paso. Recordaba como Galletas se abalanzó sobre él, con la boca llena de espuma y los ojos inyectados en sangre. Recordó los gritos aterrados de su madre por la ventana de la cocina y los suyos propios, que se entremezclaban con los gruñidos salvajes del animal. De no haber sido por la rapidez del señor Kowalski, el perro lo habría destrozado por completo.
Adam no recuerda mucho más del ataque en sí, pero el cráneo de Galletas, atravesado por un certero balazo, y su piel y sus sesos desparramados por el césped, se habían quedado grabados a fuego en su memoria. Adam tenía entonces 7 años, y los veinte siguientes los pasó soñando todas las noches con la cabeza reventada de aquel perro, aún encima suyo, cubriéndolo de vísceras, cortándole la respiración. Observándole con ojos muertos, pero aún oscuramente vivos. Sangre y pelo. Sí, a Adam Greene le daban miedo los perros. Pero, en este preciso instante y en esta precisa habitación, de muebles desconchados y ventanas tapiadas, a Adam Greene le daba miedo una única cosa. El hombre que se encontraba frente a él, empujando contra su sudoroso cuello la hoja de un cuchillo.
Adam no recordaba cómo había llegado hasta ahí. Los fragmentos deshilachados de lo que había sucedido hacía apenas unas horas se ahogaban en su memoria, como náufragos en un mar de lodo. Es posible que hubiese ido a hacer la compra, a correr o a ver a Rachel, su novia. Tenía la impresión de que, mientras se disponía a hacer alguna de estas cosas, se había quedado dormido profundamente. Todo resultaba muy confuso, y en su nariz se había atascado un olor fuerte, como de hospital. Las palabras somnífero, droga, cloroformo comenzaron a surgir por ensalmo entre sus nebulosos pensamientos. Cuando despertó, estaba atado a una silla, con un fuerte dolor en las sienes y la espalda magullada por la dureza de las cuerdas y el respaldo de madera. Podría haber estado horas en ese estado, con aquel tipo observándole entre las penumbras con el cuchillo, de un tamaño considerable, en ristre. No tenía ni idea de quién era su secuestrador, ni que razones le habían llevado a atarlo en una silla y a dibujar en el aire lentos círculos con la despiadada hoja del machete. Tampoco creyó conveniente pedir explicaciones, todo indicaba a que no se las iba a dar. Daba la impresión de que disfrutaba con su confusión, como el lobo que acecha a su presa.
Intentó gritar, pero su garganta despidió un chillido leve de ratoncito, lo que provocó una sonrisa en su secuestrador. El muy hijo de puta sonreía a más no poder. No paraba de sonreír, enseñando los dientes. Y Adam Greene estaba totalmente aterrado, más de lo que lo había estado en toda su vida. Pero su terror no provenía del secuestro en sí, como le habría sucedido a otro en su misma situación, tampoco del cloroformo, las cuerdas, lo indefenso que estaba o el mismo cuchillo. Tampoco del miedo a morir, ya que Adam estaba seguro de que aquel hombre lo iba a matar, y la droga que le embotaba el cerebro le confería una extraña paz, dándole la impresión de que todo estaba predestinado. No. Lo que de verdad horrorizaba a Adam Greene, lo que despertaba en su fuero interno un terror cerval y atávico del que no era posible escapar, era la mirada de aquel hombre. Esos ojos oscuros y taimados, escrutándole, brillantes, desde las sombras del piso. Los mismos ojos que veía todas las jodidas noches cubiertos de líquido rojo y vísceras. Se le hacía un nudo en la garganta cada vez que lo pensaba, repitiéndose a sí mismo que no era más que una alucinación. Pero estaban ahí, terriblemente reales, observándolo irónicamente. Su secuestrador tenía la misma mirada de locura, fría pero desatada al mismo tiempo, que había visto en los ojos del viejo pastor alemán cuando se abalanzó sobre él cuando tenía siete años. Y Adam Greene trató de gritar de nuevo, ahogado, mientras su secuestrador reía, cada vez más y más fuerte, casi ladrando, casi aullando, hasta que se abalanzó sobre él y todo resultó, una vez más, un revoltijo de dolor, sangre y pelo.
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