ENTREVISTA CON EL DEMONIO (2 de 6)
Por Federico Rivolta
Enviado el 18/03/2024, clasificado en Terror / miedo
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Por la tarde fui a la librería de mi amigo Luciano, era el único sitio donde podría relajarme y olvidarme del mundo durante unas horas. Desde que abrió su librería, el lugar pareció estar detenido en el tiempo. Allí no encontrarías ni un best seller de la última década, pero sus estantes atestados de libros polvorientos siempre me dieron la sensación de esconder un Grimorio de Herodes o un tomo original del Necronomicón. El lugar estaba como siempre: sin clientes, sucio y lleno de libros apilados cuyas hojas se estaban deshaciendo. Una luz tenue dotaba al sitio de color sepia, dificultando más aún la inspección de los viejos ejemplares Luciano y yo fuimos compañeros de escuela, pero cualquiera creería que él es más joven. No es que esté en mejor estado físico que yo, no es así, pero todo en su aspecto hace creer que se trata de una ex estrella de rock. Remeras negras con letras ilegibles, largos cabellos indómitos, pulseras en exceso y pantalones con más agujeros que tela son parte de un aspecto descuidado al detalle, que completa con un collar con una pequeña calavera metálica. Aquel día no fue la excepción. Luciano estaba sentado escuchando Iron Maiden, y aún se sentía un olor dulce por la marihuana que solía fumar en el fondo de la tienda. –Luciano..., ¿todo bien? –¡Amigo! –dijo mientras me estrechaba la mano. Luego subió el volumen de la música: –¡Escucha! ¡Escucha! –dijo mientras señalaba con el dedo índice hacia arriba. Se trataba de la canción “El número de la bestia”. Yo apenas la tolero, pero pude reconocerla gracias a la cantidad de veces que intentó volverme fan de la banda. Luego se levantó la manga de la remera para mostrarme un nuevo tatuaje. Era una estrella pentagonal invertida con un carnero encima de ella. No soy especialista en tatuajes, pero su calidad me sorprendió. Pasaron horas hasta que alguien ingresó al lugar, no para comprar, sino para vender una caja llena de libros. Era una señora algo mayor. Dijo que los libros pertenecieron a su padre, que había fallecido hacía unas semanas. Mi amigo bajó el volumen de la música y fue sacando los tomos uno tras otro, sin que ninguno de ellos lo entusiasmara en lo más mínimo, pero de pronto hubo uno que captó toda su atención. Noté su intento por disimular que había hallado allí a una pequeña joya: –Bueno… –dijo–. Se los compro. Aunque no valen mucho. Luego volvió a guardarlos en la caja sin siquiera haberlos visto a todos. Tras acordar un precio, Luciano le preguntó si tenía más libros para vender. –Tengo algunos más, sí. Aunque algunos están muy viejos. –Tráigalos. No importa que tan viejos sean. Tráigalos a todos que seguramente se los voy a comprar. Cuando se retiró la señora, mi amigo volvió a sacar los libros de la caja hasta encontrar aquel tomo: –¡El Tacet Larvis! –dijo como quien ya no soporta contener el entusiasmo–. No es una edición completa, por supuesto, muchas de sus páginas están perdidas desde hace siglos. Aun así, sigue siendo un hallazgo impresionante. Luciano volvió a subir el volumen de la música para celebrar la compra. Se trataba de la traducción al español, y contenía los tres primeros capítulos del original, escrita por Marcus Solnium hace más de cuatrocientos años. –Conozco un sujeto extraño que seguramente querrá comprarlo –continuó mi amigo–. Está metido en una secta de adoradores del Wingakaw. Era la segunda vez que oía aquel nombre ese día. Entonces lo sentí como un llamado, y luego de un instante le dije mi idea a Luciano: –Quizás podría hacer una investigación sobre el Wingakaw… –¿Harás qué?, ¿estás loco? –Conozco muchos periodistas independientes que realizaron investigaciones para luego venderlas a un diario, una revista, o directamente a una editorial de libros. Yo podría escribir uno sobre esas sectas. Luciano quedó boquiabierto. Luego apagó la música y se separó del respaldo de su silla para hablarme en secreto como si hubiese más personas en la tienda que nosotros dos: –Mira…, sabes bien que a mí me fascinan los libros de magia y de leyendas, pero el Wingakaw es algo con lo que no se bromea. Es por eso que hay muy poco escrito sobre sus adoradores. –Eso es algo bueno –le dije–. Yo podría ser el primero en escribir un libro entero sobre ellos. Luciano hizo otra pausa, más larga que la anterior. Luego se puso de pie y fue hasta la puerta. Se aseguró que nadie estuviera cerca, mirando a ambos lados, luego puso el cerrojo y dio vuelta el cartel indicando a los pasantes que el sitio estaba cerrado. Volvió entonces a hablar como si se tratara de un secreto del gobierno: –El Wingakaw es el dios del bosque. Sus seguidores dicen que es el protector de la naturaleza. Es un ser superior a los hombres y por lo tanto no podemos comprender su manera de actuar. Él no se preocupa por los humanos, nos mata y nos deja vivir del mismo modo en que nosotros matamos o dejamos vivir a una hormiga. Los nativos kiokees lo adoraban. Hoy en día hay pocos fanáticos de él, pues fueron muy perseguidos por la iglesia durante siglos. Esos sujetos no querrán que les hagas un reportaje. Se dice que hacen orgías mientras sacrifican animales. Lo único que me da más miedo que el Wingakaw son aquellos que le rinden culto. –Mi idea no es la de ir como periodista –dije–, sino como un adorador más. Me mezclaré entre ellos para ganar su confianza hasta llegar a ver uno de sus rituales en vivo. Luciano insistió que no lo hiciera y hoy sé que debí hacerle caso, pero luego de un rato aceptó seguir contándome todo lo que sabía respecto a aquella abominable deidad y sus fanáticos. Al final le pedí que aún no llamase al sujeto para venderle el libro así me daba tiempo para poder leerlo. Me quedé allí con mi amigo hasta tarde, y por la noche bebimos unos tragos de un whisky que por poco queman mi garganta. La verdad es que yo no tenía nada mejor que hacer, y terminé quedándome hasta pasada la medianoche. Llegué a mi casa a la una de la mañana. Adriana y Giselle estaban dormidas, y decidí sentarme en un sillón del living a leer el esotérico Tacet Larvis. Era un ejemplar de unas doscientas páginas con muchas ilustraciones, por lo que no me tomaría más que unas pocas horas leerlo todo. No sería apropiado decir que las imágenes decorasen al libro; al contrario, lo volvían desagradable. Se trataba de gráficos deformados de estilo medieval, que parecían pintados por un niño. Fui pasando las páginas y vi que nombraba sitios, personas y demonios que yo apenas conocía: Astaroth, Azazel…, el Wingakaw. Comencé entonces desde la primera página y no comprendí ni la mitad de lo que leía. Tenía párrafos largos y sobrecargados de palabras rebuscadas, y tras unos minutos empecé a sentirme mareado. Las páginas comenzaron a moverse ante mis ojos, y las letras se mezclaron con las ilustraciones. De pronto caí en un letargo en el que tuve el sueño más vívido que experimenté jamás. ... ...continúa en la tercera.parte...
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