Gánsteres 1: Gino (4 de 4)

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Anteriormente: ... El luminoso cartel parecía evocar una voluptuosa invitación tras el pretendido atracón de placer sexual de una noche anterior…, “Esperando tu vuelta…”, una sutil bienvenida del retorno al vicio. Sintió un escalofrío en el cogote e instintivamente se ajustó el cuello del gabán para protegerse de los gélidos copos que le estaban cubriendo la espalda; después ordenó al chófer que aparcara la limusina frente al hotel que estaba una manzana más allá y le dijo que esperara dentro.

¿Por qué no…? ¿Por qué no tomarse una copa en aquel curioso lupanar que muy pronto sería suyo…? Sería bueno conocer su percal…», se dijo.

***

Cerró la puerta tras de sí y se quedó parado unos segundos para acostumbrar sus ojos a la rojiza penumbra que inundaba el hall de entrada.

El recibidor estaba ricamente decorado con paredes de sedosa tela acolchada de un rabioso color rubí; un largo mueble de brillante caoba servía para recibir al visitante y hacerse cargo de sus ropas de abrigo. Tras el mueble, estancado en una curvada hornacina de la pared recubierta de pan de oro, un delicado casillero trabajado en un azulado cristal de Murano, dividido a su vez en veinte pequeños compartimentos en forma de delicados corazones, guardaba en su interior las llaves de sus correspondientes “reservados”. La moqueta era de una exquisitez inigualable, casi untuosa al tacto del calzado, y el dulzón aroma, mezcla de jazmín y hierbas silvestres, que inundaba el aire de aquel espacio se hacía dueño insaciable de todos los sentidos humanos.

También un suave calor parecía venir desde el suelo envolviéndole como un arrullo… Era delicioso, se sentía dominado por un sensitivo placer que hasta ahora jamás había experimentado… Casi perplejo por aquel cúmulo de saciantes sensaciones, se quitó el sombrero y el gabán y los dejó encima del caro mostrador; después se decidió a entrar en la sala contigua que se adivinaba tras unas largas cortinas de verde terciopelo que acaso pretendieran taparla a la vista de los que no eran bien recibidos.

Pero allí no había nadie que lo pudiera impedir.

El ambiente que se presentó ante sus ojos era una suave mezcla de delicadas luces azules y anaranjadas que proyectaban unos minúsculos focos incrustados en el techo de la circular estancia; el centro estaba dominado por una pista sobreelevada a modo de carrusel de feria en el que, en lugar de los típicos caballitos, ciervos o ranas infantiles de madera, junto a las barras se sostenían (bien pegadas sus partes pudendas a ellas) varias figuras de hermosas mujeres adoptando ante el febril espectador las más estudiadas y sensuales posiciones sacadas del mismísimo Kama Sutra… Parecían tremendamente reales y se mantenían inmóviles en su atractiva desnudez, como suspendidas en la congelada dimensión de un microsegundo de vida.

La provocadora visión era un lascivo homenaje al placer carnal, difícilmente sustraíble a ojos varoniles no educados en la mesura y el raciocinio. Gino centró su vista en ellas y se sorprendió al sentir la extraña sensación de que algunos de sus rostros le resultaran lejanamente conocidos.

Aquella especie de curioso “tiovivo” para adultos no era la única atracción de la sala; una reluciente máquina de tocadiscos atrajo con sus luces intermitentes la atención de Gino obligándole a acercarse con curiosidad hasta detenerse frente a las canciones que ofrecía. Al leer el muestrario quedó pensativo… Todas las melodías eran de Al Bano y Romina Power, un dúo relativamente actual para él, pero lo sorprendente fue comprobar que las treinta de la lista eran exactamente la misma canción, una romántica composición titulada “Felicità” de la que recordaba vagamente parte de su letra, una letra empalagosa y llena de bondades sobre el amor:

Felicidad, es un viaje lejano, mano con mano, felicidad..» -se dijo canturreando lo que era más o menos así; y seguía ... «esta es nuestra canción que lleva en el aire un mensaje de amor, tienen el sabor de verdad, la felicidad…», se repetía en el estribillo… Aquella repetitiva lista de la misma melodía era algo muy extraño y no se atrevió a echar la moneda para reproducirla, pero acabó tarareándola sin saber por qué.

Cuando estaba a punto de retirarse de aquella enorme gramola, se fijó en los asientos corridos que de pronto vislumbró pegados a la pared de la sala; algunos le parecieron estar ocupados por hombres que fijaban su atención en él, o quizá en el voluptuoso carrusel, no sabría decirlo. Le había resultado imposible descubrirlos al verse compelido a centrar su atención en la singular calesita del placer que ocupaba el centro de la sala.

Pero ahora sí los veía…

Parecían estáticos, sin vida, pero muy reales, tanto como aquellas concupiscentes beldades…

Todo aquello se le empezó a antojar como si fuera un museo de cera ocupado por unos inquietantes muñecos sin vida. Se le erizaron los cabellos cuando escuchó pronunciar su nombre:

-“Gino.., Gino…, te esperábamos…”. Miró a su alrededor, pero la candidez de aquellas luces le impidieron localizar de inmediato el origen de aquella llamada.

-“Gino.., Gino…, todo te lo debemos a ti…”, volvió a repetirse la misteriosa llamada, esta vez con voz de vieja mujer…

-“Gino…, busca tu soñada felicità…", dijo una tercera desde otro lado imitando la voz de un joven muchacho.

Se acercó muy nervioso hasta lo que debía ser la barra del bar y tras ella surgieron las cadavéricas figuras de Benoni y Assunta, mirándole fijamente y susurrándole:

-“Por fin has vuelto, hijo mío…, por fin has vuelto…Te hemos esperado durante tanto tiempo…”

Intentó huir de aquellas horribles apariciones, pero no pudo… Al darse la vuelta, un coro de aquellas bellas mujeres del carrusel, ahora deformadas por lo pútrido de la muerte y exhibiendo sus quemados pechos con las dolorosas puntas de los cigarrillos, le clamaron el pago de su adeudado crédito…

-“Gino Lollofrigido…, nos debes nuestra felicità…”, decían todas al tiempo…

Y después D’Anziano, el corredor de apuestas al que cortó las manos y mandó tirar al río envuelto en gruesas cadenas…

Y también Filippo Trevi, el dueño del casino “Ponte d’Oro”, al que dejó vivir tras robarle el negocio y asesinar a su mujer y dos hijos pequeños, para después aparecer ahorcado en un lúgubre sótano de los suburbios de Roma…

Y Catarina, aquella pobre enamorada de su varonil rostro a la que cortó los senos para librarse por fin de sus efusivas persecuciones…

Y Muzio, el sucio mesonero…

Y Bernardetta, su esposa, quienes sin mediar palabra alguna se le abalanzaron con voluptuosas prisas, él por detrás, ella por delante, y con sus secos huesos se afanaron en quitarle sus vestidos exigiéndole con urgencia el pago en especie por la pérdida de sus pasadas vidas.

Y…

...

...

Y esta es la historia de su puerca vida.

Quizá ahora, en este mismo instante, le estén llamanso sus cuidadores… Saldrá del patio canturreando "Felicità" y ellos le acompañarán hasta su celda, no sin antes regalarle con otra de sus sesiones de electroterapia.

En esa celda nunca estará solo... Siempre le vigilarán sus fantasmas.

Otro día contaré otra historia de esos a los que nunca les importó la humanidad, esos gánsteres a los que el dinero, el placer y la maldad siempre son santo de su devoción.

Si queréis.

FINAL

 


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