Estatal 401 (1 de 2)

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-I-

 

Cada mañana, con el alba, somnoliento y estirando los brazos todo lo que da de sí su enorme corpachón, Mason se incorpora lentamente en el catre y suelta un ruidoso bostezo. Un camisón roído por los agujeros, el tiempo y la suciedad, deja entrever de su pecho unos pelos largos y rizados, negros como el tizón. No tiene mucho que hacer a esa hora tan temprana, salvo rascarse compulsivamente el trasero después de tres ventosidades y olerse con fruición los dedos durante un buen rato. Le encanta su propio hedor, le resulta un pasatiempo muy agradable. Se pregunta a sí mismo si hizo lo mismo ayer o anteayer, pues ese mal olor que ahora impregna su mano, gorda y roñosa, le es muy antiguo y familiar. Su mente lo traiciona, no sabe por qué tiene importancia saberlo. Pero le da igual, le gusta hacerlo y para él cualquier día es igual al anterior; y el siguiente, o el siguiente, siguiente y siguiente, y se jura que seguirá haciéndolo.

Nada le va a impedir hacer lo que él quiera hacer…

 Ya no…

 ¡Jamás!

El camastro lo tiene pegado a la ventana y la luz del sol le obliga a entrecerrar los ojos. Maldice al sol por cegarle y se los restriega con fuerza hasta que un firmamento de estrellas se proyecta en su interior y nota que disfruta de ese espectáculo de múltiples lucecitas coloreadas. Es bonito, le gusta su movimiento danzarín y por eso repite la acción cinco, seis, diez veces más, hasta que sus párpados le transmiten un escozor insoportable y le gritan ¡basta!

Por fin, se levanta para dirigirse al baño dispuesto a vaciar su vejiga e intestinos. Se toma su tiempo; con mucha tranquilidad evacua el fétido contenido y disfruta de ese olor tan personal salido de sus tripas que tanto lo embriaga. Después, se acerca hasta el espejo para cerciorarse de que en él sigue “ése” tipo raro que desde hace muchos años le observa desde dentro. Nunca ha salido de allí -se dice-… Siempre está escondido tras aquella pared, como si tuviera vergüenza darse a conocer; pero sin embargo todas las mañanas se asoma para mirarle fijamente. A veces se pregunta si algún día saldrá de su interior y aprovechará la oscuridad de la noche para hacerle daño… Entonces tendría que enfrentársele… Eso le tortura, le pone muy nervioso, por eso siempre duerme con la mente alerta en todos los ruidos de la choza.  Otras veces recapacita y acaba convenciéndose de que no corre ningún peligro… La verdad -se dice- es que sólo se deja ver cuando él se mete en el baño y jamás le ha visto salir de ese endiablado marco de cristal. Ya se ha acostumbrado a sus apariciones, y juraría que sólo se asoma para observarle

-II-

Mason es un niño-hombre solitario, pero feliz.

El lugar donde vive es un chamizo de madera al que se accede a través de un estrecho camino forestal, distante a una media milla de la estatal 401. Antes era muy utilizado por los cazadores para distanciarse desde la carretera hasta los puestos y organizar desde allí sus batidas. El padre de Mason se dedicó durante muchos años a servir a aquéllos hombres que llegaban a casa envueltos en surtidas cananas, siempre provistos de rifles nuevos y relucientes.

Pero aquello pasó hace mucho tiempo; lo recuerda remotamente…

A veces piensa que lo ha soñado.

Hoy no tiene muy claro si todo aquello fue ficción o realidad. Allí transcurre muy despacio el tiempo y él lo acompaña sin prisas, bebiendo minuto a minuto el murmullo de la brisa que acaricia la foresta que siempre le rodea. El timbal de las chicharras -metálico e insistente- le produce algo de relax, pero al cabo de un rato se torna en tristeza y también lo irrita; hay momentos en los que su repetitivo ritmo no le atrae, antes al contrario, le acrecienta sus temores. Sí se anima cuando escucha a las avecillas que se acercan a trinar cerca del porche. Cuando se sienta a contemplar el exterior, ya ahíto de carne después del almuerzo, se enorgullece al pensar que aquel lugar es sólo suyo, que no existe peligro alguno de que se lo arrebaten.

 

(Contonúa...)


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