Había una vez un humorista llamado Miguel Gila, cuyos chistes y ocurrencias hacían reír a multitudes. Su ingenio era tan afilado como una navaja, y su risa, contagiosa como un bostezo en una sala silenciosa.
Un día, Gila se encontró ante un pelotón de fusilamiento. Las balas silbaban a su alrededor, y él, en lugar de correr o esconderse, decidió hacer lo que mejor sabía: hacer reír.
Los soldados, confundidos por la actitud de aquel hombre, lo rodearon. Uno de ellos, con el ceño fruncido, le preguntó: “¿Por qué te ríes, Gila? ¿No ves que te vamos a matar?”
Gila, con su característica sonrisa, respondió: “¡Claro que lo veo! Pero, ¿sabes qué? Si me van a fusilar, prefiero morir riendo que con cara de susto. Además, dicen que la risa es buena para la salud”.
Los soldados intercambiaron miradas perplejas. ¿Acaso aquel hombre estaba loco? Pero algo en su actitud les hizo dudar. Así que, en lugar de dispararle, decidieron llevarlo ante el comandante.
El comandante, un hombre serio y curtido por la guerra, miró a Gila con desconfianza. “¿Por qué te ríes, soldado?”, preguntó.
Gila, sin perder la compostura, contestó: “Señor, si me van a fusilar, al menos déjenme contarles un chiste antes de morir. ¿Qué le dice un pollo a otro pollo en medio de la batalla? ‘¡Córrete, que vienen los huevos!’”.
El comandante no pudo evitarlo: soltó una carcajada. Los demás soldados también rieron. Y así, en medio del caos y la muerte, Gila logró su cometido: hacer reír a todos.
El comandante, aún sonriendo, ordenó: “¡Dejen en paz a este hombre! Que siga contando chistes si e
so lo hace feliz”.
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