Una historia medieval. (1/2)
La joven desmontó del caballo y observó la escena que tenía lugar en aquella aldea. La capucha ocultaba parte de su rostro y sus ropas, pantalones ajustados de montar y casuya amplia, podrían confundirse fácilmente con las de los hombres que la acompañaban.
- Señor, este hombre se niega a pagar el tributo. - dijo un soldado dirigiéndose al caballero de más rango.
Uno de los hombres que acompañaba a la joven, dio un paso al frente, miró a su interlocutor con aires de superioridad y sin posar los ojos en el acusado, dictó sentencia.
- Azotadle. -
El condenado fue atado a un árbol cercano. Un soldado se acercó y le arrancó la camisa dejando la espalda al aire.
La joven de la capucha intervino y preguntó en voz alta al que había dado la orden.
- ¿Cuántos serán?
- Quince mi señora y luego le marcaremos a hierro.
La joven, dirigiéndose esta vez al muchacho, preguntó.
- ¿Cuántos años tenéis?
- Veinte mi señora.
El soldado alzó el látigo y descargó el primer azote.
"Me gusta este hombre." pensó viendo como ningún sonido había escapado de la boca del azotado a pesar de la marca roja que cruzaba su espalda .
En voz alta, añadió.
- Tiene veinte años, que sean veinte azotes pues... y olvidad el marcado por esta vez.
Tras estas palabras se hizo el silencio y el castigo se reanudó ante la atenta mirada de los presentes.
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El soldado se levantó de la cama dando la espalda y, cogiendo la ropa de una silla, comenzó a vestirse ante la escrutadora mirada de Leonor. Habían pasado tres años desde el día que visitó la aldea, años en los que apenas se había aventurado mucho más allá del denso bosque que rodeaba el palacio, años ocupados por el estudio y el placer de la que apenas tiene preocupaciones.
Minutos después de que su amante, uno de muchos, dejase la habitación, la princesa abrió la puerta que daba a una estancia contigua y, dejando caer un fino vestido de seda blanco al suelo, totalmente desnuda, caminó hasta la bañera de agua caliente y sales aromáticas que la esperaba. Su doncella de confianza, que aguardaba sumisa y obediente a un lado, tomó una esponja y comenzó a frotarle la espalda con delicadeza. Leonor agradeció el silencio de aquella mujer. Hoy era un día muy importante, tenía cita con su padre, hoy, por fin, a la edad de veintiun años, conocería el secreto de su familia.
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El encuentro no comenzó bien. No le gustaba que la impusieran nada y menos una boda urgente con fecha. Por un momento, mientras escuchaba con la cara roja de ira contenida, sopesó la posibilidad de protestar airadamente. Sin embargo, la seriedad en el rostro de su progenitor le hizo cambiar de opinión. Tenía carácter, pero no era estúpida y sabía que un enfrentamiento con el rey solo podía conducir a un castigo, castigo que de ninguna manera conseguiría cambiar de parecer al que ostentaba todo el poder.
De repente, las palabras de su padre se tornaron oscuras como la noche. Leonor, sin poder ocultar su sorpresa, aguantando la respiración, absorbió aquella parte de la historia familiar.
- ¿Entendéis vuestra responsabilidad hija?
Leonor con la boca seca tomo aire y, con voz temblorosa y muy alejada de ese sentimiento de rebeldía enérgica que siempre había sido parte de ella, musitó un "sí".
Y con ese sí, la temperatura de su corazón bajo muchos grados.
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El bando se publicó aquella misma tarde y cuatro jinetes salieron al galope hacia los cuatro puntos cardinales del reino con orden de comunicar un concurso y un premio en forma de matrimonio para el vencedor.
Saúl, un hombre de veinti y tres años se acercó junto con otros curiosos a un árbol en el que acababan de clavar un texto. No era un árbol cualquiera, si no el árbol en el que tres años atrás le habían atado para azotarle. Uno de los presentes leyó lo que allí se decía. Saúl vió en las palabras ese afan de libertad que había perseguido durante años. Quién iba a decirle que precisamente allí, en ese símbolo del dolor de antaño, encontraría la oportunidad de competir por la mano de nada menos que una princesa. Las pruebas no iban a ser fáciles y los rivales serían huesos duros de roer, pero nadie podía ganarle en ganas.
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Los rayos del sol brillaban con fuerza en un cielo sin nubes, rayos que se colaban por las amplias y decoradas vidrieras del salón del palacio proyectando infinidad de colores. En aquel espacioso lugar había dos tronos, uno ocupado por el rey, maduro de edad pero todavía imponente. El otro, vacío, esperaba a la princesa. Los tres finalistas, junto a soldados y gentes de la nobleza, aguardaban la llegada de la heredera mientras miraban a su alrededor entre susurros y cuchicheos de admiración.
Finalmente apareció, real, preciosa, caminando elegante, dotada de ese aura mágica que está revervada para los que ostentan el poder. Un vestido azul rícamente bordado se ceñía a su cuerpo de manera perfecta arrastrando tras de sí una larga cola del mismo color. Se hizo el silencio durante unos segundos, un silencio fruto del sentimiento de genuina admiración que, tanto hombres atraídos por el sexo opuesto como, mujeres pellizcadas por la envidia, expresaban con sus miradas y pensamientos.
Hasta que Leonor tomo la palabra Saúl no cayó en la cuenta de quién tenía frente así. Era ella, la mujer autoritaria que habilmente le había salvado de la ignominiosa marca del delincuente a cambio de cinco latigazos más. El embrujo le atrapó en un instante, pensó que el premio era demasiado generoso y, cegado por la gratitud y la belleza a partes iguales, se juró hacer lo posible e imposible por conquistarla.
Continuará.
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