-I-
El ulular del viento intentaba remedar el gemido de una tuba y se colaba sin recato por entre las rendijas de la puerta. Dentro de la choza, la oscuridad era total y el silencioso úrsido pretendía encontrar cobijo en su interior, convirtiéndose así, por el momento, en el único dueño de la cochambrosa choza. El frío, el hambre y la traicionera curiosidad le hicieron olvidar su prudencia y accedió a ella empujando y metiendo su hocico entre la abertura de la puerta que la acción del viento había conseguido vencer. Sus ojos buscaron acomodarse a la penumbra y lograr la mayor profundidad que le permitiera su miope visión; se detuvo unos segundos y observó sorprendido unas extrañas sombras proyectadas fugazmente sobre la pared del fondo y, aunque su fino olfato no le dio aviso del peligro, su instinto optó finalmente por desistir haciéndole recular e intentar salir de aquel lugar… sin conseguirlo.
Afuera, hacía un buen rato que caían abundantes copos de nieve. Poco restaba ya para que el untuoso tejido de sus fríos algodones lograra ocultar los últimos vestigios del disimulado sendero que podría orientar los pasos de un perdido caminante hasta el refugio. Ahora, su denso manto no perdonaba color alguno que no fuera el blanco impoluto. La tempestad tenía todo el aspecto de arreciar en pocos minutos; el cielo se iba enfatizando con un tono gris plomizo y el atardecer no iba a tener más remedio que sucumbir a manos de una oscuridad por él inconsentida.
Poco a poco, los grandes abetos fueron tendiendo sus brazos ante el peso de la nieve y se unieron al desconcierto ambiental, ayudando también en ocultar a la vista del más curtido observador cualquier camino mínimamente reconocible. La temperatura bajaría pronto hasta los quince grados bajo cero y los más mínimos soplos de aire trocarían en tan afilados cuchillos como los del más diestro carnicero. A lo lejos, los quejumbrosos aullidos de un enfermo y viejo lobo, expulsado de su manada y acuciado por la fiebre y la hambruna hasta la extenuación, anunciaban su inminente expiación antes de sugerirle a la diosa Luna su viaje hacia la nada.
-II-
El norte de Alaska siempre fue tierra de extrañas y truculentas historias, casi siempre inventadas por los inuit, su población nativa. Otras versiones dicen que fueron tomadas prestadas de algunas tribus indias que vivían más al sur y que osaron adentrarse en aquellas inhóspitas tierras. Aquellos otros aborígenes de piel roja y curtida, después de cerrar tratados de paz e intercambiar con aquellas buenas gentes alimentos, cuentas y demás abalorios, tan pronto como notaron los primeros fríos, abandonaron definitivamente aquellas inhóspitas tierras y juraron nunca más volver a pisar su infierno ártico. Tal fue el respetuoso miedo que les embargó al primer contacto con los hielos de la Alaska cruel.
El espíritu de sus antepasados, de sus variados dioses y los de los animales cazados por los más fuertes guerreros inuit (siempre fieros, algunos incluso devoradores de hombres) rondaba siempre en los rezos y la mística de aquellos pequeños pero grandes hombres. En no pocas ocasiones, la deformación de esas historias también llegaba a convertirlas en verdaderos cuentos de terror con los que el narrador conseguía atemorizar a las viejas y a los niños del poblado cuando el tiempo apacible les permitía rodearse alrededor del sagrado fuego comunal. Los reflejos de la crepitante hoguera se proyectaban sobre la cara del viejo y desdentado chamán, una faz surcada de tortuosas cicatrices producto de sus viejas heridas de joven cazador y de los muchos años que había conseguido cumplir tras escapar de la muerte bajo las fauces de los fieros animales que poblaban aquellas tierras crueles.
Ni que decir tiene que éste era el acompañamiento más propicio para provocar ese ambiente irreal y fantasmagórico buscado por el anciano brujo. Lograba concentrar en su encorvada figura los ojos rasgados de aquellas crédulas gentes que, al compás de la narración, iban apretándose entre sí a medida que el miedo se adentraba en sus cuerpos, creyendo así protegerse mejor frente a aquellos invocados seres infernales y casi siempre monstruosos, en ese círculo familiar, cerrado y protector.
-III-
Durante la mañana varios guerreros inuit habían partido en busca de caza y se esperaba su vuelta con ansiedad. Había entrado la época de los gélidos hielos, y aprovisionarse lo máximo posible para aguantar las acometidas de la estación invernal era el único trabajo en el que se les permitía extralimitarse. Las pieles y la carne eran consustanciales a su existencia, pero la madre naturaleza, aun siendo extremadamente dura en aquellas tierras, consentía en surtirles de las suficientes focas y caribúes como para seguir defendiendo su delicada subsistencia.
Aún así, parecía un pueblo condenado a la extinción. Posiblemente, más tarde o más temprano acabarían siendo gélidos recuerdos entre los fantasmales vientos árticos, y lo sabían. Desde la llegada del hombre de “piel de nieve”, su población se había diezmado muy sensiblemente. Las temibles enfermedades contraídas por consecuencia de su presencia habían tenido mucho que ver con la creciente mortalidad, pero también el carácter violento y sanguinario de aquellos hombres altos y pendencieros. A esto se le uniría la baja tasa de natalidad que acompasaba poco a poco hasta el final de un orgulloso, pero apacible, pueblo.
(Continúa...)
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