La choza (Parte 2)

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-IV-

Astuk regresaba con sus dos perros de su cacería de focas, pero en aquella ocasión la suerte le había vuelto la espalda. Tres salmónidos y dos pequeñas ratas almizcleras fue lo único que consiguió llevar a su morral, pero al menos le servirían para engañar el hambre durante dos o tres días, como mucho. Había estado a punto de lograr una buena pieza, pero se le escapó en el último momento tras una escarpada pared de hielo que le fue imposible acometer. La gran foca consiguió patinar a su través y fue a parar al agua directamente por un hueco impracticable para él tras el que nunca más volvería a verla. Con ello perdió la piel, la carne y -sobre todo- el hígado del lustroso animal.

Su fracaso en la fallida persecución le llenó de vergüenza. Como inuit jamás se lo perdonaría.

El atardecer se le echó encima sin avisar. Sopesó mucho la idea de volver al poblado y ponerse a resguardo al lado de sus parientes, pero observó que una gran nevada se estaba empezando a gestar y venía acompañada de un aire hiriente y cegador, por lo que decidió finalmente buscar el cobijo más cercano antes de que cayera la noche, y así intentar salvar su vida y la de sus dos compañeros.

Ajustó sus manos al trineo dirigiendo sus voces hacia los canes para rogarles con cariñosas palabras el inicio de la marcha del pequeño arrastre. Recordaba que en dirección sur quizás podría cobijarse en un bosque de abetos, tomar algunas de sus ramas y construir un chamizo donde esconderse al lado de un fuego, protegido provisionalmente de los embates de la tempestad que se avecinaba.

Breka y Talum eran dos excelentes ejemplares de perro malamute, siempre cariñosos y juguetones, tremendamente fuertes y preparados para la lucha contra los elementos; daría cualquier cosa por mantenerlos a su lado, costara lo que costara, incluso su propio corazón. A ellos les debía la vida. No en una, sino en tres ocasiones su calor corporal le salvó de morir en la inhóspita llanura helada.

Al cabo de una media hora de caminata, a duras penas consiguió acceder a la primera hilera de abetos. El aspecto del bosque era aterrador y ahogaba el aliento. Ocultaba cualquier visión; en apenas medio metro se podía discernir el verde oscuro del follaje. Sólo parte de sus troncos no abrigados por la nieve indicaban que no eran fantasmales formas de hielo.

Acercó el trineo hasta un pequeño descubierto y acarició a sus perros infundiéndoles ánimo; se acuclilló a su lado y esperó unos minutos intentando recomponer la situación y dirigir con éxito la supervivencia en aquel lugar. Tenía que resolverlo con rapidez; la tormenta no tenía intención de calmar su ira y el tiempo ya se estaba acabando. Debía encontrar sin más demora un cobijo para los tres.

Cuando el viento se volvió insoportable, quiso el dios Sila que el fiel Talum acertara a encontrar un escondido y retorcido sendero cuyo final se atisbaba no muy lejano. Sus nerviosos ladridos le indicaron a Astuk el descubrimiento y con dos grandes abrazos compensó al inteligente can reanudando el trabajoso deambular. Por fin, tras doscientos metros de tirar del trineo, exhausto y al límite de sus fuerzas, el pequeño inuit acertó a divisar entre aquella cortina de nieve la choza de un cazador…

-V-

El chamán convocó a los hombres del poblado para comunicar la mala noticia de la desaparición de uno de sus guerreros. Dos de los que habían regresado sanos y salvos, aunque exhaustos, dijeron que no habían visto a Astuk desde que decidieron separarse de él para seguir las huellas de varias presas. Habían tomado diferentes caminos, reconociendo también lo irresponsable de aquella decisión. La fuerte ventisca y la repentina bajada de la temperatura hicieron el resto para que les resultara imposible encontrar su pista; tras varias horas de inútiles esfuerzos sin hallar huella alguna, cayendo el atardecer, con buen criterio optaron por regresar al poblado no arriesgando más sus vidas.

Golek, el chamán, visiblemente preocupado, pidió a los cazadores que se retiraran a los iglús para recuperar las fuerzas perdidas; la consigna era que al amanecer siguiente, si la tormenta amainaba y el dios Sila lo autorizaba, ordenaría una nueva batida que intentaría encontrar su paradero. Él conocía sobradamente a Astuk y sabía de su indomable valor y resistencia. Desde muy niño le había ido transmitiendo todos sus conocimientos; lo sabía fuerte y preparado para superar las más duras adversidades que lo aguardaban. Sin embargo, el tiempo no jugaba en su favor; en apenas cinco o seis días se verían obligados a cambiar la ubicación del campamento. El invierno ya se había anunciado con aquella primera tormenta y tendrían que dejar el lugar para elegir otro donde unos iglús más adecuados facilitarían a su gente poder soportar las bajísimas temperaturas y los gélidos vientos del ártico cuya llegada era inminente. Aquel campamento ya no iba a asegurar la supervivencia de su pueblo, tendrían que adoptar los preparativos lo antes posible. Ahora, por el momento, tan sólo le quedaba la penosa obligación de comunicar la mala noticia a la familia de Astuk, dirigiendo sus pasos con esa intención.

Kalaac, su mujer, rompió a llorar amargamente cuando el chamán entró en la tienda y le confirmó la desaparición del esposo. Los dos pequeños (que no habrían cumplido aún cuatro y cinco años de edad) se acurrucaron junto a su madre tratando de comprender inútilmente la tristeza de aquellos rostros; pero se tranquilizaron un poco cuando encontraron la candorosa protección del abrazo de la joven inuit y la mirada autoritaria del chamán.

Su abultado vientre anunciaba una nueva vida; saldría de cuentas en un par de días y su tercer hijo vería la luz en aquel mundo infernal, recién entrado el crudo invierno. Su padre sería fundamental para poder alimentarlos y mantenerlos unidos. Si llegaba a confirmarse la muerte de Astuk, ella se vería obligada a cumplir la antigua tradición de su pueblo y estrangular al futuro hijo hasta hacerle expirar el último hálito de su joven vida. No quiso pensar en ello y rogó  al chamán ayuda con una mirada implorante; éste hizo un gesto de impotencia, torció una mueca evitando asomar los últimos dientes que le restaban, sin lograrlo, y dando media vuelta salió cubriéndose con el grueso gorro de piel, dejando tras de sí aquella amargura para enfrentarse de nuevo al helado golpe del viento ártico.

 

(Continúa...)


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