La choza (Parte 4)

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-VIII-

La gran Sedna estaba custodiada por dos enormes y atléticos goliats de unos seis metros de altura que impedían a todo ser viviente acercarse hasta ella. Astuk había oído hablar al chamán del poblado sobre las tenebrosas historias contadas sobre aquellos feroces gigantes, insaciables devoradores de inuit, historias que nunca había creído, e incluso reía de ellas. Pero allí estaban ahora, frente a sus ojos.

La diosa estaba sentada en un trono de rojo coral y dirigía con los muñones de sus inexistentes manos una orquesta de miles (qué digo miles, ¡millones!) diminutos y gráciles pececillos amarillo-rojo-azules que danzaban a su alrededor como si fueran un enorme, delicado y vivo abanico de colores, irradiando múltiples tornasolados de tonos mezclados y diferentes, del verde al azul y del azul al verde, del rojo al amarillo y de éste al rojo, indefinidamente.

Tras despertar de su desvanecimiento, Astuk se vio en aquel sorprendente entorno quedando extasiado ante tal explosión de colorido y belleza.

El semblante de Sedna era tranquilo, hierático; piel muy blanca, ojos grandes y rasgados, de un topacio azul claro, nariz sensiblemente achatada y una pequeña boca proporcionada que enseñaba unos dientes relucientes mientras burbujas metálicas escapaban caprichosamente de su interior. Unos pequeños hoyuelos en sus mejillas hacían de aquel rostro algo angelical.

Mientras Astuk observada desconcertado aquella escena (no sabía si vivo o muerto, alma en pena o demonio expulsado del infierno), uno de los gigantes se volvió hacia Sedna y le insinuó algo ininteligible. Los oídos de Astuk no estaban preparados para entender el idioma del océano, pero llegó a distinguir por sus gestos que le estaba informando sobre la forma en que el pequeño hombrecillo (o sea, él) había caído en la trampa de la choza. La diosa abrió sus ojos con aire de sorpresa y volvió su mirada hacia el inuit con evidente irritación, momento en el que su peinado se vino abajo y uno de los gigantes se vio obligado a recogérselo con una esmerada pericia antes de que el mar se tornara proceloso a su alrededor.

Mentalmente, Sedna le hizo saber que había quebrantado la entrada al submundo oceánico, y que por ella tan solo podían pasar las almas de los ya muertos y, desde allí, ser destinadas al solaz por sus virtudes o al fuego por sus pecados, tras rendirle debida cuenta a ella de sus buenas y malas acciones terrenales. Todo aquel que osara infringir esa línea sagrada de la choza  tenía como castigo la “media muerte”; estaría entre la tierra y el limbo, sería muerto y no muerto al mismo tiempo, ignorado físicamente por el resto de los mortales; y ése sería su destino eterno hasta que alguien de su propia familia muriera antes de salir el próximo sol y ella, cobrada así un alma completa,  poder liberarle del secuestro de la mitad de su alma. De esta manera completaría la suya y el fallecido intercambiaría con él los papeles.

Por último, sentenció que sería devuelto al mundo terrenal porque allí no tenía lugar ni cobijo para él.

Acto seguido, sin más explicaciones, ordenó su expulsión y levantó su figura acompañada de su séquito. Después, el otro gigante tomó al inuit como si fuera una simple rata, nadó con fuerza hasta la superficie y le impulsó fuera del remolino para depositarle nuevamente en la salida de la choza sagrada.

-IX-

La noche anterior Kalaac había dado a luz a un hermoso niño, el tercero de su prole. Astuk aún no había regresado, y el chamán, nada más ver el amanecer, ordenó su partida a seis de los guerreros más experimentados. Les ordenó que no volvieran al poblado si no era con Astuk, vivo o portando su cadáver.

El parto había sido largo, cerca de tres horas; la impagable ayuda de las matronas fue encomiable. Todo llegó a buen puerto, pudiendo por fin Kalaac acariciar a su nuevo hijo, pletórico de salud y de vida. Parecía tener la misma fuerza que el padre; sus lloros eran rabiosos, retorcía su cuerpecillo con una fuerza inusitada, rebelándose contra todo intento de sometimiento materno. Sus ojos y su mirada eran los mismos ojos de Astuk; hasta ella misma se encontraba sorprendida del extraordinario parecido con el padre.

De pronto, los nerviosos ladridos de unos perros en el exterior quebrantaron los pensamientos de Kalaac; conocía esos ladridos, parecía que los obedientes Breka y Talum habían vuelto con Astuk, por fin… Pero… parecían alarmados. Rápidamente, nerviosa y sin saber cómo salir cuanto antes del iglú, envolvió al bebé entre las pieles, lo depositó suavemente y partió en busca del añorado esposo.

 

(Continúa...)


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