EL ARTE DE IMAGINAR. (2ª parte)

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 EL ARTE DE IMAGINAR.

 Miscelánea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una década más tarde, tuve la oportunidad de visitar la ciudad de Baltimore, en el estado de Maryland, Estados Unidos. Era verano, recuerdo el calor bochornoso. La humedad en el ambiente daba la sensación de más calor. A media mañana el sol apretaba con ganas. Decidí hacer lo que más me gusta cuando visito una ciudad; ir al museo. Volví a reencontrarme con Las lavanderas, pero esta vez, en el museo de arte de Baltimore. Es reconocido por las obras impresionistas de pintores franceses. Recorriendo las salas, me topé con la colección Cone. Y allí, de nuevo, las volví a ver; Las lavanderas, esta vez, de Renoir (1888). Las pintará de nuevo, en sus últimos años. El cuadro centra su atención en tres mujeres lavando en el río. El dibujo modela las figuras ejecutando la acción de lavar o preparándose para ello. Los colores de los vestidos y mandiles sintonizan con el fondo del paisaje, el cual se difumina por la pincelada rápida y empastada. La ejecución del trazo le otorga movimiento a la corriente del río al igual que los árboles tienden a un ligero vaivén. Los colores cálidos armonizan el conjunto del cuadro. El aire, la luz, las lavanderas, todos los elementos forman un todo. La composición es armónica e incluso poética. La naturalidad del paisaje, el equilibrio entre la forma y el color empastan con el dibujo más cuidado en las lavanderas. Renoir precisa mayor atención al ejercicio del oficio, mientras que Goya en sus lavanderas, muestra una actitud de reposo y por qué no, refleja como el trabajo también forja una amistad.

Esta vez, de manera intencionada, me adentro en la obra, y comienzo a hilar mi relato imaginario. Al igual que en el siglo XVIII, la siguiente centuria tampoco habrá agua corriente en las viviendas. El oficio de lavanderas continuaba siendo una externalización de las tareas domésticas. Muchos de los trabajos realizados fuera del hogar se vinculan con trabajos relacionados en el cuidado de la casa y de los hijos. Un empleo realizado por mujeres humildes y sin mucha instrucción, pero tan necesario para aligerar las cargas familiares o incluso ser el único sustento del núcleo familiar.

El verano invita a regodearse con el agua, mal que sea para trabajar. Las aguas están más cálidas y las primeras horas del día son las más propicias para lavar. A mediodía, el sol aprieta y entorpece el oficio. Mientras Adèle y Camille lavan en el río, Éloise se arremanga la blusa mirando fijamente a su hija Juliette.

Las tres son lugareñas de una ciudad provinciana de la región de Aquitania. De manera rutinaria todas las mañanas bajan al río a lavar las ropas.

Adèle desde hacía un año arrastraba una enfermedad bronco-respiratoria, trabajar durante todo el año y transportar tanto peso, le produjo bronquitis crónica que le dificultaba respirar. El esfuerzo del oficio no ayudaba a sanar la enfermedad. No podía permitirse dejar de trabajar. Con el dinero que ganaba complementaba el jornal de su marido Nathan. Trabajaba en los viñedos, pero la plaga de la filoxera había provocado una crisis en el campo. Eran malos tiempos. Sin embargo, a pesar de sus males, le gustaba ir a lavar al río, especialmente en verano. Mantenía una buena amistad con Camille y Éloise. Eran sus confidentes. Ir al río a lavar con ellas atenuaba el esfuerzo.

Camille, la más extrovertida de todas, las ponía al día de los cotilleos del pueblo. Tenía las manos llenas de sabañones y sufría de artrosis, pero no le impedía bromear y sacar una sonrisa a sus compañeras. Su marido también trabajaba en los viñedos, y al igual que Adèle, la crisis en el campo, el sueldo de lavandera era crucial para la subsistencia de la familia.

En cambio, Éloise era madre soltera. Tuvo a su hija Julliete de un novio que la abandonó para casarse con una soltera adinerada, entrada en años, de Nantes. El oficio de lavandera le valía para subsistir. Ser madre soltera, imponía deshonra y falta de moralidad. Tuvo que trasladarse de la región de Loira a Aquitania y comenzar una nueva vida sin el estigma de ser madre soltera. En el pueblo la apodaron la viuda de Loira, aunque muchos lugareños sabían la verdad. Las mentiras piadosas hacen más llevadera una verdad incómoda en una sociedad inmovilista y patriarcal.

Pasan la mañana lavando, entre risas y chascarrillo, van soportando el calor que aprieta más fuerte según pasan las horas. Mientras, Julliete se entretiene jugando a la orilla del río esperando a que terminen su labor. Al igual que las lavanderas de Goya, al terminar la jornada, las mujeres cargan los capazos de ropa limpia y a paso lento, se adentran hacia el pueblo. Dejan atrás un día de trabajo duro que les provoca achaques en su salud, pero el río les concede ese punto de unión. Las tres no eran solamente compañeras de trabajo, eran confidentes. Entre ellas entablaron una red de reciprocidad. Como si se tratara de la tríada de las tres Gracias, las tres amigas, encarnan el valor de agradecimiento. Pienso en Las lavanderas de Goya, evocan el mismo valor. La pobreza representa mejor estas virtudes, no tienen nada que perder, simplemente subsistir.

Goya y Renoir y tantísimos artistas han pintado a las lavanderas. La representación de esta temática de aire costumbrista y realismo social no está exenta de ser un motivo de representación en otras épocas lejanas. Si bien, a partir de la Revolución Industrial generó el oficio de lavanderas en un trabajo subsidiario, además de externalizar el trabajo doméstico, pero carentes de gremio. 

Cierro el hilo en mi adolescencia. Todos los domingos iba al quiosco a comprar el periódico que llevaba consigo el fascículo de arte. A mediodía, si hacía bueno, lo leía detenidamente en la terraza. Después de releer las obras del pintor, miraba las pinturas representadas en el fascículo y hacía el siguiente ejercicio: observaba con detenimiento las pinceladas nerviosas ejecutadas sobre el lienzo, dándole forma al color con esa gracia lírica a la composición de la obra. Alzaba la mirada a mi alrededor, preparaba la vista como si fuera a ejecutar un cuadro. Mi ojo sabía reconocer los matices de la luz, del color. Captaba la esencia de esa instantánea. Sin embargo, no me pasaba en las clases de Historia del Arte en el instituto. El profesor atendía al análisis de la obra, pero sin un ápice de emoción. Miraba la diapositiva proyectada y no invitaba a entrar en ella. Cuando tuve la oportunidad de visitar un museo de arte por primera vez, activé el ejercicio sensorial y así comenzaron mis introspecciones. El imaginario entraba en acción y liberaba todos mis sentidos en la obra.

Este relato que cierro no es apto para quienes no estén dispuestos a liberar sus sentidos o sí, quién sabe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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