Rubor
Lipa se levantó aquella mañana como tantas mañanas. El cielo estaba despejado y los pajarillos cantores desplegaban su musicalidad por toda la aldea. A lo lejos, las montañas tenían algo de nieve todavía, pero ya había desaparecido el manto espeso, deslumbrante, que ondulaba en el horizonte. Se paró a pensar. No sabía qué era lo que teñía de inquietud su ánimo. Era como un caracol que dejaba un rastro viscoso en la mañana.
Druru, su hermano, estaba sentado a la puerta de la casita enhebrando las agujas con las que los seis hermanos trabajarían cosiendo el duro cuero de la piel de yak. Los bolsos debían estar listos para el día siguiente, cuando sus padres y tíos y tías hubieran de bajar nuevamente a la plaza de la pequeña ciudad, en el valle donde los dos brazos del río rodeaban el centro en el cual los aldeanos comerciantes intercambiaban sus diversos productos. Los forasteros regateaban con codicia cada producto, que examinaban detenidamente para ver qué argumento podían utilizar con el fin de rebajar el precio que pedían los aldeanos. A menudo, pagaban tan poco que apenas podían comprar con el dinero conseguido la comida necesaria para toda la amplia familia de Lipa.
Druru miró a Lipa con su mirada torva de siempre. Lipa se sentó junto a él en el rebaje de la puerta. Miró a su hermano y sintió de nuevo aquella desazón. En el labio superior de Druru había aparecido una leve pelusilla escasa. Lipa sintió de súbito un calor que inundaba su rostro y llegaba hasta su frente y sus orejas. La inquietud tomaba cuerpo y ampliaba sus dominios en la mente de Lipa. Sus tíos y su padre tenían unas largas y espesas barbas teñidas de pelos grisáceos y descuidados. También tenían pelos en los antebrazos, y algún vello en los dedos de las manos. Ella nunca había pensado en cuándo y cómo el vello de la cara de los hombres aparecía, porque los niños no nacían con bigotes y barbas. Nunca antes había reflexionado sobre los pormenores de los cambios de apariencia: un día se era niño y otro hombre; se era lampiño o se tenía vello; alcanzaba una altura mayor y se dejaba atrás una talla más pequeña. A las niñas les ocurría otro tanto; las niñas mayores tenían pechos, les cubrían los cabellos, les tapaban los tobillos y los pies; bajaban la mirada, caminaban en silencio detrás de los hombres; en algún momento quedaban embarazadas y parían, tenían hijos, pero, salvo la tía Kaliam, a ninguna chica o mujer le aparecía vello en la cara o sobre el labio. Su madre, sus tías, la abuela Yongre o las otras mujeres del poblado iban cubiertas de la cabeza a los pies y nunca mostraban su cuerpo. ¿Tendrían pelo en el pecho o la espalda, en los brazos o en las piernas? En los pies, no. Había visto a todas las mujeres del pueblo lavando la ropa en la caída del río, donde brincaban esferas de color arco iris mientras el rumor del agua cristalina se llevaba la suciedad de las prendas, y ninguna tenía pelos en los tobillos o los pies.
De repente la inquietud se hizo mayor, opresiva, sinuosa, peligrosa. El dios Oruhg tenía una barba blanca, ondulada; Jopy y Dramf también, pero sus barbas eran cortas y rizadas. Habrían sido antes como Druru, antes sin vello en la cara y, después, un día inesperado ¿se habrían despertado con pelo y vello facial? Pero, Lipa sintió un nudo en su pequeña garganta, que le hizo parar de pasar la aguja entre los bordes de la gruesa piel de yak que se iba transformando en un bello bolso, que iba confeccionando y tomando forma por el trabajo habilidoso de sus pequeños dedos. ¿Los dioses nacían, crecían, envejecían, entonces? ¿Los dioses nacían, en algún momento, tan misterioso como el momento en que Druru se despertó con esa pelusa escasa sobre el labio superior, el vello surgiría en sus rostros , como en los de todos los demás chicos antes de convertirse en hombres y poder mandar sobre todas las mujeres, los niños, lo chicos y las mujeres y, por tanto, también deberían morir? La inquietud se volvió angustiosa. Los versículos que rezaba en voz alta Molure, decían que los dioses eran todopoderosos e inmortales, pero entonces porque cambiaban. Sin crecer no podían tener bigotes y barbas, como les sucedía a los niños, igual que ahora le pasaba a Druru, haciéndose hombres. Pero los hombres seguían creciendo, haciendo mayores, viejos; y morían como Klopergas, el vecino de las dos casas del oeste, el que hacía con Fargt y Udrisa los cestos.
Siguió pasando trabajosamente la aguja por la piel de yak y miró desazonada a su hermano. De alguna manera, Lipa comprendió que era víctima de un engaño odioso, de una mentira, o más de una mentira, de muchas mentiras; que el mundo que había conocido era una mentira. Y esa mentira se iba extendiendo y enredando, cubriendo su cuerpo,llegando a su cuello, a su garganta y la comenzaba a asfixiar. Se echó a llorar y lanzó un grito furibundo, dejó caer el bolso a medio coser a un lado. Rabiosa, se levantó y salió corriendo por el camino polvoriento, hacia la cresta rocosa de Iparla. El sol comenzaba a quemar su cabecita de rizos y las lágrimas discurrían saladas y calientes por sus mejillas suaves y regordetas.
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