La ceremonia del salón

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A solas ya, en la oscuridad compartida, ante los cómplices ojos del ventanal, con un susurrante viento del sur. Fue así como metió su mano por el amplio escote de mi vestido blanco. Blanco vestido de un ritual antiguo y desfasado. A solas y unidas en esta otra ceremonia verdadera, transgresora, profunda.

Carmen deslizó la mano hasta llegar a la carne de mis senos. Me incliné para facilitar su exploración. Localizó el pezón que ya estaba endurecido y lo estrechó en una caricia circular; lo apretó. Esas caricias se hicieron gemelas en ambos pechos. Sentí cómo mi interior se iba humedeciendo. El deseo rompedor de cadenas se licuaba en mi vientre, gota a gota resbalaba.

Me apreté contra su cuerpo. Carmen hizo bajar el vestido por mis hombros. Extrajo las tetas. Mis pezones enhiestos pedían sus labios. Su cabeza se inclinó y lamió las cúspides de ambos senos. Chupó y sorbió como si esperasen recibir el premio de un virginal manar lácteo. Me estremecí, dejé caer mis manos sobre sus cabellos cortos y rizados. Deseaba que si saliva ardiente bendijera una vez más mis pechos desnudos, lunas que exigían ser amadas por su lengua y aquellos labios sabios.

Tomé la mano de Carmen y la dirigí a mí vientre. Levanté el inútil y vacío vestido de bodas. Ella acarició la braguita. Introdujo un par de dedos entre las gomas. Yo tenía fuego en la vulva. Ella acarició la rajita húmeda, lactante de flujo; los introdujo suavemente. Los sacó y encontró el frutito rosado de mi clítoris. Delicadamente lo hizo girar entre mis dedos. Gemí. Ella dejó mi sexo superior y se arrodilló. Bajo la escasa tela de la braga hasta mis tobillos. Yo abrí las piernas, me apoyé el marco de la puerta. Carmen acarició el musguito de mi vello púbico y besó mis labios calientes, el botoncito del clítoris; hundió la lengua ensalivada en el agujero de mis placeres, la acaracoló e hizo girar. Besaba, lamía, succionaba, bebía. Bebía el licor placentero del deseo. Yo jadeaba y me sacudía con su lengua dentro. Salió de mi interior y comenzó a acariciar con la punta de su lengua experta el hinchado fruto de la pasión femenina verdadera. De repente un latigazo de éxtasis me hizo gritar de placer en la última etapa del clima. Me corrí a sacudidas cortas y seguidas y ella saboreó mis fluidos. Mi corazón palpitaba desbocado.

Luego, Carmen se levantó y me besó dulcemente. Su lengua sabía a mi sexo, a nuestra comunión.

Me recompuse. Ella acarició mis cabellos y salimos de la sala. Abajo los invitados a la boda: Germán y su familia. Mamá, papá, Valentina y Humberto estarían extrañados de nuestra ausencia. ¿Notarían mi cara enrojecida por la concupiscencia? No importaba. Ahora lo que importaba de veras era que el amor auténtico entre Carmen y yo había dispersado la futilidad de un acto carente de todo calor, que sólo servía para anudar unos lazos económicos con el marchamo de la apariencia social. El amor verdadero, la carnalidad del deseo habían celebrado su ceremonia más pura unos cuantos escalones más arriba.


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