La cartera manchada de sangre. Parte 1

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              A las seis y media de la mañana un rayo de sol se coló por la ventana del cuartucho posándose en el rostro moreno de Alberto.

         El hombre, tirado en la cama, ataviado con unos calzoncillos usados y una camiseta de tirantes llena de manchas gruñó molesto y abrió los ojos. Su aliento olía a alcohol de vino de cartón barato y la cabeza le dolía dándole pinchazos sin piedad. Eruptó como un mal educado e intentó levantarse sin éxito.

Su vida era un desastre, por decirlo finamente. 

       Dos semanas atrás su novia le había dejado sin más motivo que el haber conocido a un tipo rico con pinta de chulo de bar. Por si la divina providencia no hubiese tenido bastante, hace solo dos días, su jefe, dueño del taller de coches donde curraba, le había despedido por falta de entusiasmo. 

Su vida era un desastre y el dinero no iba a durar para siempre.

      Dirigió su mirada cansada hacia una foto que había en la mesilla. Su padre, fallecido hace veinte años y él, con dieciseis, estaban en la playa. En sus manos una máquina para detectar metales, de las que se pasan por la arena. Aquel año se lo pasó bien, sin mujeres, joven, sin preocupaciones. 

"Creo que todavía está por aquí el detector de metales. Sí, debe estar en el armario." Pensó.

      Con un propósito en mente se levantó de la cama y caminó hacia la ducha. "Necesito quitarme la porquería de encima" pensó olisqueándose a si mismo nada más entrar en el baño. Luego se rascó la nalga derecha. "Qué coño, a lo mejor encuentro un tesoro" y se echó a reír como hacían uno de esos "Shinigamis"* que había visto en un anime japonés de éxito.

       Media hora más tarde, después de tomar un vaso de leche, salió hacia la playa. La arena fría y desierta gozaba con las últimas horas de tranquilidad antes de que el sol y la gente comenzasen a agobiarla.

        Alberto recorrió parte de la playa sujetando el detector con un brazo. El resultado fue nada, ni una mísera moneda de euro. "La gente es agarrada y el dinero efectivo cada vez más raro" pensó. Casi media hora después de búsqueda, el resultado volvió a repetirse. 

"Quizás sea hora de regresar" se dijo.

     Una gaviota sobrevoló la arena con su grito particular. Alberto la siguió con la mirada. Luego, sin saber muy bien el motivo, caminó hacia unas rocas y metió la máquina en un lugar donde habían crecido malas hierbas y algún "ecologista sin vocación" había arrojado bolsas de plástico y latas de refresco.

El aparato detectó algo.

      El hombre comenzó a escarbar removiendo la tierra con sus manos y luego siguió con una pala pequeña que había traído. Al poco rato encontró una cartera de cuero cerrada. No pesaba mucho, quizás todo lo que llevaba de metal fuese la cerradura. 

"Lo miraré en casa" murmuró.

     La gaviota apareció de nuevo y se avalanzó sobre él. Este la intentó golpear con la cartera. No acertó, pero consiguió ahuyentarla.

      La playa seguía vacía, no había motivo para dudar y sin embargo, quizás por un destello anómalo, el hombre se sintió observado. "A lo mejor solo era un observador de pájaros usando sus prismáticos... o un pirata mirando por el catalejo... o un francotirador de élite... o... o el alcohol que te tomaste ayer ha acabado con las pocas neuronas que te quedan." Concluyó.

     Al llegar a casa Alberto intentó abrir la cartera sin éxito, insultó al mundo, y acabó guardando el hallazgo en un cajón. Allí, olvidada, estuvo cerca de una semana.

***********************

      La preceptura de Nagano en Japón, llena de montañas, ofrecía un refugio a montañistas y aficionados a la naturaleza contra el asfixiante calor tropical que, durante los meses de Julio y Agosto, se instalaba en las principales ciudades del país del sol naciente.

      Sayo, una mujer de cuarenta años, corría como parte de su rutina de entrenamiento. Los árboles que se inclinaban en las empinadas laderas, la bruma y nubes que amenazaban lluvia y el cercano rugido de un río desbocado constituían un paisaje único y salvaje del que era imposible no enamorarse. Tras diez kilómetros de exigente ejercicio físico, sudando, llegó al hotel donde se hospedaba, se desnudó y se metió en la ducha. El agua helada resbalaba por su cuerpo firme, fibroso y escultural poniendole la piel de gallina. Al salir de la ducha, cubrió su cuerpo pálido con una Yukata* y calzándose algo parecido a unos zuecos salió de la habitación en dirección al onsen del hotel. Allí, dejó la ropa en una taquilla, y siguiendo la costumbre, se dió un enjuagón con una ducha de mano sentada en un banquito de madera. A aquella hora, un par de chicas jóvenes en cueros, entraban en una de las piscinas naturales de aguas termales. Sayo observó sus cuerpos y sintió un pellizco de envidia. Bien es cierto que ellas eran mucho más débiles, que sus traseros temblaban a cada paso y sus carnes no ofrecían consistencia. Aún así, incluso la más gordita de las dos, vencida por la fuerza de la gravedad, irradiaba esa energía que solo parecen tener los más jóvenes.

"Juventud divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar no..."

"¿De dónde habían venido esas palabras?" Por un instante la mente de Sayo había empezado a pensar en el español que aprendió en la costa malagueña. Por aquel entonces era joven, muy joven... e ingenua. El chico la había conquistado con todas esas palabras bonitas, esas miradas que entonces le habían parecido auténticas. Aquel año había sido el mejor de su vida... aquel verano, el dulzor de la sangría que la ponía contenta, el calor de los abrazos desconocidos en su país y el tacto de los primeros besos. Pero al final, muy al final, el año dejo de ser bueno, convirtiéndose en el inicio de su camino al infierno.

De repente sintió frio y se metió en las aguas termales del onsen. 

       Sentada en la roca, muy cerca del bonsai, el calor del sedoso líquido se agarró a cada parte de su cuerpo ayudando a relajarla. Muchas cosas habían cambiado desde entonces, su trabajo. Miró a las jóvenes de nuevo, apostaría a que entre ellas había algo más que amistad. Nada nuevo para ella... su trabajo, sí, siempre su trabajo, había probado de todo, el placer carnal que proporcionan hembras y machos. Y también el dolor. Conocía como pocos la psicología humana y el tiempo la había convertido en la desconfiada Miss Marple. El personaje de Agatha Christie no fallaba nunca y la naturaleza humana, siempre egoista, le daba una y otra vez la razón. 

     Miró a su alrededor, aquel sitio, cada rincón, cada secreto, cada salida estaban registrados en su mente con precisión. Se sentía segura, estaba segura, el secreto era no confiar en nadie.

Continuará....


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