OFENDIDA Y CASTIGADORA

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En la reunión de la comunidad de vecinos una tal Pepa, del cuarto primera puerta, de treinta años, recién casada, estuvo particularmente impertinente con María, soltera y maestra, veinticinco años, que vive sola en el tercero segunda puerta, llegando a acusarla de molestarle todo, protestar por todo y estar en contra de todo. María se sintió ofendida porque ningún otro vecino la apoyó y abandonó la sala de la reunión antes de que ésta terminara. Después, en casa, Pepa expresó a su marido, Luis, que se arrepentía de haber ofendido a María. "¿Qué puedo hacer?", le preguntó. "Pídele perdón, es lo menos que puedes hacer si reconoces que te has pasado", le aconsejó. Al día siguiente, Pepa bajó al piso de María y tocó el timbre. Esperó un minuto a que abriera la puerta. Había observado antes por la mirilla y no parecía muy decidida a hablar con ella. Pepa le pidió perdón y le dijo que en la próxima reunión se lo pediría delante de los demás vecinos. "No es suficiente", le dijo María. "¿Qué quieres que haga?", quiso saber Pepa. "Se me ocurre darte unos azotes, y a cambio no hace falta que te excuses en la próxima reunión", le dijo. Pepa se lo pensó un momento y al cabo aceptó. "¿Ahora?", le preguntó Pepa. "Dame media hora para prepararme, y vienes sola, esto es entre tú y yo, si quieres arreglarlo", decidió María. Pepa volvió a su casa y le contó a Luis lo que le había propuesto María para perdonarle. "¿Qué piensas?", le preguntó Pepa. "No sé qué pensar, tal vez te tiene envidia o manía, haz lo que quieras". Pepa dijo que sentía curiosidad por lo que la vecina había pensado hacer con ella. Se cambió de pantalones y camiseta y se puso unas zapatillas deportivas. Llegada la hora bajó al piso de María y tocó el timbre. Le abrió la puerta vestida de cuero negro. Le dijo que la siguiera hasta un pequeño despacho oscuro en el interior sin ventanas de la casa. Encendió la luz. Sobre la mesa, dos pares de esposas y una fusta pequeña. "¿Quieres azotarme?", le preguntó. "Debería hacerlo delante de los vecinos que acudieron a la reunión porque tus ofensas fueron públicas, pero te concedo el privilegio de que la sesión sea privada, ni siquiera tu marido tiene por qué enterarse si no se lo cuentas. Te prometo no hacerte apenas daño". "¿Apenas?". María asintió con un gesto de la cabeza. Pepa parecía no decidirse y María le urgió. "Necesito que te sometas", le dijo. Pepa afirmó con un gesto de la cabeza. Le dijo que colocara el pecho sobre la mesa, con unas esposas le ató las la mano derecha al brazo izquierdo de una silla situada al otro lado y con las otras esposas le ató la mano izquierda al brazo derecho de la silla. "No estoy muy cómoda, que digamos", comentó. "No se trata de que estés cómoda, sino bien inmovilizada", le dijo María. Pasaron unos minutos sin que nada sucediera. Pepa esperaba que María comenzara de un momento a otro a propinarle una serie de azotes sobre su pantalón vaquero y que no fueran muy fuertes, pero María le desabrochó los pantalones y se los bajó hasta al suelo; después, con un movimiento enérgico le rompió la braga y su trasero quedó desnudo y expuesto. No supo qué decir mientras María le acariciaba las caderas y las nalgas, le metía una mano entre las nalgas, le acariciaba el ano, y tras chuparse dos dedos se los metía en la vagina, frotando hasta que le hizo soltar unos gemidos. Se los sacó de repente y empezó a azotarle las nalgas con más fuerza de la prometida. Como se quejó le amordazó la boca con un largo pañuelo y luego le metió todo un dedo en el culo y se lo removió dentro. Pepa disfrutaba porque por su vagina expulsó un fino líquido blanquecino que empapó el vello púbico. "Será guarra", pensó de María, pero se dejó hacer y pudo disfrutar. Antes de liberarla de las esposas le extendió una crema sobre las nalgas escocidas con movimientos suaves, acariciantes. Después la soltó y mientras se vestía, se quitó la ropa de cuero. La invitó a tomar un café o un té. Sentadas a la mesa del comedor, hablaron un rato como si nada. Pepa no sabía si le contaría a su marido lo que pasó allí, pero pensaba ofender más veces a María. Luis le preguntó qué tal había ido con la vecina. Le dijo que se habían tomado un té y charlado tranquilamente. "Lo del castigo era una broma", le mintió. Dos días después, encontrándose sola en casa, Pepa bajó a casa de María, había oído que llegaba a casa por el ruido de la puerta. "Hola,  ¿puedo entrar?", le preguntó. "Por supuesto que sí", le dijo María con una sonrisa. Cuando cerró la puerta, Pepa le dijo: "Me da apuro preguntarte, pero ¿me comerías ahora el coño?". María se sorprendió de pregunta tan directa. Diez minutos después, Pepa estaba acostada boca arriba en la cama de María, esposada de manos al cabecero de hierro forjado, amordazada, desnuda de cintura hacia abajo, y María le comía el coño sabiamente, hasta casi enloquecerla. Cuando se calmó, dio las gracias a María y comentó: "Todas las mujeres deberían tener una amiga íntima que les comiera el coño a menudo".


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