El tren ha arrancado de la estación. Los andenes quedan atrás muy lentamente; allí quedan algunas pasajeras que esperan otros convoyes. Las nubes grisáceas de la tarde se reflejan en los gruesos cristales de las ventanas, y el traqueteo lento va acompasándose con el sonido de las ruedas sobre los raíles. Los árboles van tomando velocidad; los campos se suceden algo borrosos. Queda mucho camino. En el vagón el pasajero va solo y sumido en sus pensamientos. Su memoria recorre antiguos pasajes, uno tras otro. Él, se dice, sigue siendo el mismo. Conforme con la vida, dejará que el recorrido lo haga la máquina del ferrocarril. No tiene previsto destino alguno: el azar y la causalidad son el destino de los seres libres.
1 de agosto, tarde
Para María
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