DE MI INFANCIA Y OTROS SABORES. SEGUNDA PARTE (VECINDARIOS)

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La verdad, en mi infancia tuve muchas casas, la del pueblo donde pasamos mucho tiempo al lado de los abuelos maternos, otra en el campo cerca de esta y otra donde mi madre me contó las primeras historias, donde también pude crecer con el cariño de los abuelos paternos y la belleza de grandes cortinas y por supuesto, muchas calles; aquí y allá.

 

En la finca veo al abuelo desgranando el maíz y acariciando los frijoles, la abuela hacía el chocolate y lo servía en la mesa. Cuando comenzaba a oscurecer cerrábamos las puertas, prendíamos las velas y en un profundo silencio, nos acostamos a dormir, a la espera de ser despertados al amanecer por el saludo de una vaca.

 

Al principio me asustaban los cocuyos, no salía sola al patio mientras estuviera oscuro, temía a los rayos de luz que entraban a la casa por ese pequeño hueco de la ventana, pues no sabía de qué se trataba y pensaba que era tal vez, un extraño visitante o un espanto, siempre quise atraparla y se perdía en mis dedos, también creía en los seres del más allá. Siempre quedará su color rosado vivo de cada ventana, cada puerta y cada zócalo plasmado en mi memoria. (Aunque hoy se vea tan diferente).

 

A veces bajábamos al estanque, la abuela lavaba la ropa en la piedra mientras nosotros nos tirábamos el agua recogida y nos bañábamos. Aún recuerdo aquella vez cuando mi hermana y yo jugábamos a nadar en el estanque donde tan solo cabía nuestra niñez y en un instante nos hicimos una con el agua recogida, sumergiéndonos para dejar pasar el caballo que decidió volar por encima de nosotras, rozando con sus alas la superficie y arropadas por el miedo veíamos como casi nos acariciaba caballo gigante para nuestras pequeñas vidas.

 

Las casas de mi infancia tenían algo en común, el hervor del agua de panela y el maíz cocido, también el amor de las dos abuelas y los abuelos. Siempre deambulaba la manzanilla, el arroz con leche, la natilla de maíz y el olor del pan de queso.

 

Al amanecer en el campo y después de una noche de lluvia, el olor de los árboles se hacía fuerte. Cuando el frío se adhería a nuestra piel, el sol abría paso y desgarrando el recuerdo de la noche, secaba las pencas y los juncos que aún resguardaban en su vientre pequeñas gotas de agua.

 

El bramido de las vacas despejaba el vapor matutino y el olor de la leche recién ordeñada, anunciaba un hermoso día. Cerca se escuchaba la canción del pilón y la maceta ciñendo los granos de maíz a la madera. Los tomates se desprendían y regados en el huerto, esperaban que una boca los anidara. 

 

El campo me dotó de largos silencios. Las visitas al panal que crecía en otros muros eran frecuentes, la miel se derretía y el naranjo abría sus puertas para endulzar sus entrañas. La platanera abrigaba con sus verdes hojas el paso de la tarde.

 

El granizo visitaba la pradera algunas veces y sobre ella se derramaba, la vestía de novia hasta hacerla suya, nuestra. Entonces el prado era blanco. Los truenos despertaban al atardecer, los relámpagos crujían y se internaban entre pinos.

 

Cada paso por el mundo me recordará sin medida las espaciadas casas, los caminos que recorrí y que cada brote de nostalgia que revisito.

 

Desde la casa grande y rosada rodábamos hasta llegar al charco, allí los caballos se refrescaban y mojaban sus crines con ayuda del abuelo. Brotaba agua cristalina y bebíamos... era tan clara. El árbol de largos y anchos brazos sombreaba la quebrada donde reposaban las aves y en la orilla, los sueños de nuestra infancia.

 

En aquellos tiempos solía tenderme sobre el verde pastizal y sentir la hierba merodeando mi cuello. Aún lo hago, no es tarde. Ahora el olor del pasto recién cortado me invade y recuerdo cómo después de ser amontonado, junto a los troncos y atados de leña, los pájaros bajaban en busca de alimento y razones para volver.

 

Ese olor intenso palpita en mí ahora más que nunca y me busco sobre el musgo, entre las hojas en el suelo disecadas. El tiempo no da espera.


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