Envidio al niño. Sostiene un cuadernillo de pasatiempos. Las páginas del librito están llenas de atractivos colores y jueguecitos inocentes, de dibujillos sencillos y acogedores a la mirada. Va rellenando las casillas con letras; completa sencillos crucigramas; recorre los serpenteantes caminos para alcanzar la salida de unos laberintos simples; se alboroza cuando consigue completarlo. Pinta y rellena de colores las figuras de dragones, coches y personajes populares de la televisión. Agrupa elementos sueltos. Completa palabras colocando las iniciales de formas que ocupan el centro de unos círculos coloreados...
La serena vida de este niño viajero me traslada a mi propia infancia. Revivo los magazines y tebeos de aventuras que llevaron mi solitaria infancia. Feliz descubro que algo de aquella inocencia de la niñez permanece dentro de este yo de ahora, tan distinto, maleado y bastardeado por una sociedad infeliz que vive presa de farsas y verdades asumidas para no remedar el cuadro de Munch. Ese grito que nos asalta, cuando desnudos al salir de la ducha, vemos nuestro rostro envejecido en el crudo espejo del baño.
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