Para el ojo con cataratas de los moralistas la versión de Nueve semanas y media que Adrian Lyne realizó en los años 1986 del libro de Elisabeth McNeill, es simplemente una película de contenido sexual. Transcurrido este tiempo, puede parecer que aparte del núcleo de la historia, actualmente tímido en su exhibición de la pasión sexual y la carencia de sexo explícito, el resto es otra cosa. Siempre hablando del film; tengo entendido que la novela entra en lo que los cánones y los canonistas llaman (con entrecejo fruncido, gesto reprobatorio y dedo acusador) pornografía.
Ahora no quiero entrar en un choque semántico sobre las definiciones de pornografía y la de erotismo. Podrá ser objeto de otra reflexión.
Ahora tengo la osadía de enfrentarme al lugar común y la opinión generalizada (creada por los críticos y los interesados propagandistas de las productoras cinematográficas) de que se trata exclusivamente de una película erótica. Aparte de una realización cercana en muchos momentos al documental y una estética que supo captar perfectamente la irrupción de una moda menos formalista, para los sectores de la nueva plutocracia de la bolsa, el film puso en primer término una fantástica banda sonora. En la historia se trenza el poder de la atracción sexual irresistible entre los dos protagonistas, con el juego sadomasoquista al que Elisabeth (mismo nombre de la escritora, ya que al parecer tiene parte de confesión autobiografica) va siendo conducida por su millonario amante, con la escena final en que la aparente solidez del protagonista masculino se derrumba y deja ver un ser destruido por su infancia, que necesita ocultar su dependencia emocional con el sometimiento emocional y sexual de su pareja.
Sin embargo, hay una escena en medio de la película que resulta sorprendente y parece sentenciar el resto de la relación entre los protagonistas de la historia. Aquí quiero centrar la reflexión.
Por razones profesionales, Elisabeth, que trabaja en una galería de arte se ve empujada a conseguir sacar de su retiro a un viejo pintor inadaptado (utilizo acríticamente un lenguaje corriente) y alejado del comercio especulativo de sus cuadros. Convencido por ella, el pintor es presentado en un acto público. En la escena en cuestión, el enfoque nos revela al pintor retraído en sí mismo, absolutamente desplazado de la frívola sociedad que ha hecho de sus obras objeto de rapacidad financiera. Y coleccionismo privado. El paso de la mirada triste y confundida del pintor al rostro de una Elisabeth, que adquiere consciencia de haber colaborado en el rapto de la voluntad del artista, hasta el arrepentimiento y las lágrimas no puede pasar desapercibido al espectador cinematográfico que entiende el cine como arte, como mensaje y no como un negocio multimillonario vacío y sin contenido filosófico alguno.
Esta escena, así como la que cierra la película y las varias secuencias de la apasionada relación física de los protagonistas merece una revisión más a fondo, que supere el encajonamiento de Nueve semanas y media como un pobre producto destinado a un público grosero y escandalizable.
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