Cuando me mira con esos ojos... (1)
Por Jasper
Enviado el 23/08/2024, clasificado en Adultos / eróticos
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Cuando me mira con esos ojos ... (1)
Nadie sabe cómo consiguió su marido que el carasepia del rey le otorgase la baronía, pero la combinaba chulescamente con los múltiples negocios financieros y mediáticos, mientras su mujer y sus hijas ocupan las portadas de las revistas cuquis del país.
Fue Dorotea la que entró en Gold Chain aquella mañana con su estúpido vestido de cretona, la muy quica. García estaba en el otro lado de la tienda, fisgando quien entraba en Humberto Hollister, para comprar los trajes de uso una-sola-vez que su selecta clientela lucía en fiestas que, según dice Roque, el vendedor más viejo de la tienda, acababan en orgias de alcohol, modernas drogas sintéticas que sólo circulan en sus dorados ambientes, y sexo desbocado con travestis y cuñadas de alta alcurnia.
Me compuse el traje y coloqué recta la placa con mi nombre escrito en riguroso dorado y letra Roman Palladin: Rodolfo Agüero. Bien visible, porque quería intentar salir de aquel agujero de aburrimiento que era la joyería, y, por tonta que fuera Dorotea Hollister, si conseguía contactar visualmente con ella, tendría un paso inicial para entrar en el palacete Bellavista.
Me dirigí a ella y con una sonrisa de film de sábado tarde para-toda-la familia, le pregunté ritualmente "qué desea la señora". Ella tenía unos ojos indignantemente bellos, de un color aguamar encantadores; los labios de un rojo que no se encuentra en cualquier tienda de cosméticos, y los ojos refilados con una delicadeza inimitable. ¡Y la sonrisa..! Algo embobado reaccioné enseguida a la segunda vez que me dijo que quería ver un collar y unos pendientes a juego. "Naturalmente, señora", dije y di un giro de noventa grados como si estuviera girando en un tiovivo bien engrasado. La conduje al aparador del otro lado y vi la sonrisa falsa y envidiosa, verdaderamente diabólica y de temer de García. Le mostré las doce colecciones recién llegadas ese año. Se probó, claro, las doce y eligió la más cara...y también la más elegante. Le coloqué el collar en el cuello de gacela, que desprendía un suave aroma de perfume cautivador, con un delicado roce que sólo yo sé aplicar en la zona del cuello que despierta pasiones escondidas a toda hembra de corazón caliente y seco por humedecer. Noté un leve estremecimiento contenido y noté que mi pecho se inflaba de orgullo: a mis veintinueve años seguía siendo un maestro en el arte de la seducción. Ella misma se colocó los pendientes y se miró en el espejo que servilmente dispuse cerca de su nariz, para que apreciara el olor de mi colonia. Su mirada se desviaba de sus lóbulos a mis ojos reflejados en el espejo, y viceversa. Era algo traviesa. Yo no dejaba de sonreír. De repente me preguntó:
"¿Cómo los ve?". Utilicé una técnica estilizada, de años de práctica deshonesta en el comercio de joyería, dando un par de segundos de pausa entre miradas a una y otra oreja, luego, más detenidamente al cuello fino y largo de Dorotea y respondí convincentemente: "Divinamente, señora. Su elección ha sido fantástica". "Muy bien", repuso. "Me los quedo, pero no me los llevo. ¿Podría entregarlos en mi casa esta tarde?" Y extrajo una tarjeta con su nombre y su dirección. "Yo mismo los llevaré, señora", aseguré.
A las cinco me presenté, desprendiendo el punto justo de aroma masculino. Me hicieron pasar a un salón descomunal lleno de objetos y cuadros, un par de mesas, divanes, un espejo mural y varias sillas. Esperé de pie hasta que la puerta de doble jamba se abrió y apareció ella...¡la baronesa Cornelia!
Se acercó extendiendo su mano, que acerqué y reverencié debidamente, sin besar plebeyamente, como el cretino de García hubiera hecho. Le di las cajas lujosamente talladas y di la vuelta. La baronesa me estaba taladrando con la mirada, hasta que perdí la compostura y vacilé; hasta me ruboricé. La baronesa era una mujer mayor. Debía tener cumplidos los sesenta años. Tenía una mirada fuerte, segura, serena; los cabellos absolutamente blancos, de ese blanco que sólo las mujeres de alta alcurnia tienen. Desprendía elegancia y cierta gracia y vestía con una frescura impropia de su edad y condición.
"Tómese un café, por favor", invitó. Yo puse las pegas de costumbre, pero ella insistió y me tomó del brazo, haciéndome pasar por una puerta a un salón lateral. Me invitó a sentarme en un sillón mientras hacia lo propio en uno justo al lado del mío. Comenzó una charla informal, pero muy juiciosa. Nos sonriamos a cada mirada y yo maldecía mi suerte: esa vieja y no Dorotea...
A los pocos minutos apareció un bedel. "Té", dijo ella y me miró. "Otro", respondí a la mirada expectante del sirviente.
La baronesa me fue haciendo preguntas y excusándose por su actitud e incumbencia. Negué y sin darme cuenta caí en una red que Cornelia iba tejiendo. Me sentía un pajarillo ante la sagaz mirada de una cazadora experta. La charla continuó hasta más allá del té. Ella me dijo que me mostraría la mansión. Me volvió a tomar del brazo. Yo miré sus ojos, que tenían un brillo casi juvenil; penetraban en mí como si mi cuerpo fuera de membrillo confitado. Me condujo por las habitaciones y subimos al piso superior. Las estancias espaciosas, competían en lujo y esplendor. Salas, habitaciones, balcones amplios con plantas, alfombras y suelos brillantes, relojes y cuadros, hogares de fuego...
Después subimos a la última planta. Cornelia se puso frente a mí y cambió absolutamente. Se acercó y me puso los brazos sobre los hombros. "¿Quieres?", me dijo. Yo, algo azorado moví la cabeza como un muñeco, arriba y abajo. Me condujo a una habitación de puerta estrecha. Entramos. La habitación era engañosa. Era larga y ancha, con techo muy alto, decorada con tonos púrpura y rosa. Frente a la puerta de entrada había una cama muy grande y un tocador redondeado; al otro lado un par de sillones y un tresillo. Había dos puertas. Cornelia abrió una y daba a un aseo muy amplio; junto a ella, la otra puerta mostraba un cuarto con varios armarios.
Se acercó a mí y me acarició el cabello. Yo vencí mis reticencias y la besé. Olía maravillosamente. Si lengua beso mis labios y entró en mi boca; sabía besar la baronesa; apresaba mi lengua y la mordisqueaba, giraba los labios y besaba mi paladar, jugaba con mi lengua enredándola en la suya. "Desnúdate", ordenó y salió hacia el aseo.
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