Me ordenas (parte uno)

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ME ORDENAS 

Echamos la moneda al aire, como hacemos siempre. En realidad, no importa; lo que importa es la seducción, la sensualidad del juego, la sexualidad implícita mientras nuestra mente trabaja la forma de desatar la lujuria que nos une.

Quima tira la moneda al aire. Los dos nos reímos con fruición. Es el fin de semana; sábado, primera hora de la tarde. El cielo está ligeramente nublado; por la mañana llovió. Comimos y arreglamos la vajilla. Fui yo esta vez quien propuso jugar, en lugar de ir directamente a la cama y hacer el amor más o menos de manera pautada. Lo hacíamos a menudo; cuando disponíamos de tiempo, como ahora.

Acordamos vestir las prendas de la sex shop, que habíamos comprado en la Gran Vía. Ese día, en cuanto regresamos a casa, tremendamente excitados los dos después de comprar la ropa, nos desvestimos riendo y apresuradamente. Nos desnudamos y nos volvimos a vestir con la liviandad de las escasas provocadoras prendas íntimas. Las dos prendas eran negras con cinturones rojos. El sujetador de Quima tenía aberturas para los dos pezones; la braga otras dos: una en la parte de la vulva; la otra en la parte trasera entre las nalgas. Hicimos el amor como locos cuando nos vimos vestidos con la lencería sexi.

Ahora, la moneda ha caído en cruz, lo que Quima eligió. Me tocaba obedecer. Yo estaba nervioso y excitado ante la perspectiva de gozar en el papel de sumiso esclavo de los caprichos de mi amante. Ella tenía una mirada procaz.

- ¡Bien, bien, bien! -dijo con voz maliciosa y estalló en carcajadas-. Otra vez te he ganado.

Cambió el tono de voz y teatralmente interrogó:

—¿Rodolfo, por qué no has recogido los libros de los pupitres, ¿eh?

Yo no supe qué decir y encogí los hombros. Ella se acercó moviendo las caderas, con el índice señalándome y repuso:

—Mereces un castigo, ¿no te parece?

Yo asentí con una mirada algo tonta.

—¡Ajá! —exclamo victoriosa— Pues vas a aprender a obedecer.

Ese juego de obedecer no era nuevo; lo empleábamos a veces y nos excitaba muchísimo a los dos. La última vez, fui yo quien era el amo y Quima mi obediente sierva.

—¡Túmbate sobre la mesa! —ordenó con voz fingida—.  ¡Ahora mismo!

Yo me subí a la mesa.

—Boca abajo —mandó—. Yo obedecí y me tumbé con las piernas juntas y los brazos por encima de la cabeza. Ella vino hacia mí. Me agarró las piernas y me las abrió. Pasó la mano por debajo de mi culo y me acarició las pelotas. Me cerró las piernas de nuevo y me bajó el calzoncillo. Lo dejó a la altura de los tobillos y comenzó a acariciarme los muslos, pasó a los glúteos; los besó suavemente y... de repente los mordió. Experimenté una fuerte erección. Debajo de mi vientre apretado contra la mesa, noté la trempada de mi polla. Gemí.

—¿Te gusta, niño malo? — Y me palmeó el culo, primero flojito; luego con más fuerza. Sentí el calor de la sangre subiendo a mi culo palmeteado. Ella lo besó y lo acarició, un cachete y después el otro cachete. —Date la vuelta—, exigió.


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