EL ABISMO EN EL ESPEJO
Por Federico Rivolta
Enviado el 26/08/2024, clasificado en Terror / miedo
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El carruaje la estaba esperando desde hacía una hora, pero Madame Véronique de Bourgogne aún no estaba lista.
-Madame -dijo el chofer-, no deseo incomodarla, pero llegaremos tarde a la fiesta.
Ella seguía frente a su tocador, mirándose mientras continuaba aplicándose maquillaje como quien forma una escultura de arcilla, añadiendo trozos con sus manos, dando forma humana a una masa amorfa e inerte.
El tocador de Véronique era un altar de vanidad tallado en roble negro. Su superficie de mármol estaba cubierta de frascos de perfume y cajas de cosméticos. El espejo oval, con su marco dorado, la observaba y la juzgaba con mirada fría.
La habitación estaba sumida en una oscuridad sepulcral, a excepción de su rostro, que era iluminado por una pequeña lámpara de aceite.
Las sombras pesadas a su alrededor parecían garras que se alejaban y acercaban a su figura con cada respiro.
Al fin la mujer decidió que se veía perfecta, y su conductor la llevó a la ceremonia a la que ella, como la mujer más poderosa del distrito, no podía ausentarse.
Las paredes rosadas de Le Salón de la Vanité estaban adornadas en detalladas molduras, y del techo blanco colgaban dos enormes lámparas gemelas. Hacía pocos meses que había llegado la energía eléctrica a la ciudad, y la galería estaba iluminada al punto que dañaba la vista; era un esplendor del poder de la tecnología al servicio de la gente de la alta sociedad.
Pero los lujos del lugar y las largas mesas de alimento y bebida se vieron opacados cuando Madame de Bourgogne cruzó la puerta. Todos los invitados se dieron la vuelta para observarla. Su vestido de seda era una ostentosa muestra de sus riquezas. Sus prendas valían más que las de todas las otras mujeres juntas, sin embargo, no podían ocultar lo que escondía debajo.
La acaudalada mujer recorrió el lugar intentando ser amable con cada invitado, pero nadie le sostuvo la conversación más allá de unos pocos intercambios de preguntas triviales, y enseguida se apartaban de ella como si fuera una plaga.
Véronique salió a tomar aire al parque; el maquillaje comenzaba a derretirse y a chorrear entre sus senos ajustados por el corset.
Su chofer la aguardaba inmóvil junto al carruaje.
-Estas jovencitas se creen mucha cosa -dijo ella-. Si me hubieran conocido cuando era joven… Mi difunto esposo y yo desayunábamos empresas como las de sus familias. Si me hubieran visto en esos tiempos no se sentirían tan bellas y poderosas.
El conductor prefirió no emitir palabra alguna; conocía como pocos los secretos de recamara de ella y su marido, y sabía en qué ocasiones era mejor permanecer en silencio. Ella volvió a ingresar al edificio donde, de espaldas junto a la entrada, dos muchachas conversaban en voz baja para luego reír a carcajadas irritantes. Al pasar cerca de sus espaldas, pudo oír la conversación:
-¿Viste todo ese maquillaje? Ni siquiera con su dinero podrá seguir manteniendo ese vicio.
-No es más que una vieja desesperada.
-Desesperada y horrible. Tantos productos no han hecho más que arruinarle la piel. Es un adefesio.
Las jóvenes notaron su presencia demasiado tarde, y sus miradas culposas no hicieron mucho por ocultar que estaban hablando de ella.
El salón dio vueltas alrededor de Véronique. Todos la estaban observando al igual que cuando llegó al lugar por primera vez, pero ahora los invitados tenían sus rostros cubiertos por máscaras demoníacas. La miraban y la juzgaban; la miraban y reían con enormes bocas macabras.
Véronique corrió hasta su carruaje y sobre el vidrió de la puerta pudo ver su reflejo. Aquel ser en decadencia no parecía ser ella, no era la hermosa mujer que veía cada noche en su tocador.
Lloró durante todo el trayecto y al descender del vehículo sintió un escalofrío al ver que el chofer no tenía rostro. La noche había tragado sus facciones, dejando una alta silueta impenetrable. Ella rechazó su mano y se alejó de él con rapidez.
El crujido de la grava bajo sus pies fue lo único que rompió el silencio mientras caminaba a prisa hacia la entrada de su mansión.
La luz de la luna la persiguió como una fuerza sobrenatural, y las alimañas murmuraban vejaciones en su oído. Cuando por fin llegó a la puerta, esta se abrió con un gemido; como si la propia casa estuviera aliviada por su regreso.
Véronique ingresó a su habitación con la respiración entrecortada, y aunque se corrió el maquillaje embarrado en lágrimas, y se desabrochó el vestido, en su reflejo seguía viéndose perfecta.
Comenzó a desnudarse, y sus senos se veían firmes en el espejo, no así cuando se los miraba directamente, que colgaban de sus huesos como una mortaja.
En ese momento su mente se desmoronó, hundiéndola en un abismo de locura y terror. Cayó al suelo de rodillas y le imploró a su antiguo tocador:
-Muéstrame la verdad! -dijo, y luego le aventó uno de sus zapatos.
El taco rompió una de las puntas del cristal, y por fin pudo ver su verdadero rostro.
Madame Véronique tomó el trozo de espejo que se había desprendido y se cortó las venas frente a él.
Durante años había estado maquillando una persona diferente a la que creía ser. Desde tiempos inmemorables había estado cargando de productos una piel deshecha, repleta de heridas infectas y supurantes. Pero el espejo de su lujoso tocador no le mostraba un solo defecto, no proyectaba nada que ella no quisiera ver. Ella era una efigie para él; una figura de pocos milímetros de espesor.
Cuando Madame de Bourgogne exhaló su último aliento, el espejo se oscureció, detallando su piel putrefacta que se desmoronaba sobre el suelo. Ya no había necesidad de seguir mintiendo; la amistad frívola y bidimensional que tuvieron había llegado a su fin.
Autor: FEDERICO RIVOLTA
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