Diario de una mujer incomprendida - Parte I

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Cuando me mudé a Lima hace 20 años, nunca imaginé que mi vida tomaría este rumbo. Junín quedó atrás, junto con esa sensación de seguridad y familiaridad. Me convertí en contadora en el Ministerio Público, una posición respetable, donde las cifras y los presupuestos me ofrecían una suerte de refugio de la monotonía diaria. Lima, con sus calles caóticas y su ritmo incansable, me ofreció un escape, pero también me atrapó en una rutina que, aunque estable, siempre me dejó un vacío que nunca pude llenar.

Conocí a Jorge hace unos años en una conferencia sobre economía. Me sorprendió que un hombre tan joven, apenas 35 años, pudiera hablar con tanta pasión sobre temas que la mayoría encontraría aburridos. Jorge es profesor universitario, y aunque no gana lo suficiente para vivir solo, su entusiasmo y elegancia lo distinguían. Siempre bien vestido, siempre educado, siempre correcto. Sin embargo, esa perfección tenía su costo. Jorge es un hombre de 159 centímetros y 57 kilos, un ser frágil que vive con sus padres y que parece no haber salido de ese nido de seguridad. Aunque es guapo y siempre me hacía sentir especial, algo en él no terminaba de satisfacerme.

Yo, con mis 53 años, siempre he sido consciente de mi apariencia. Me he esforzado por mantenerme en forma, y por eso decidí unirme al gimnasio del barrio, uno de esos lugares pequeños y familiares, donde todos se conocen. Fue allí donde conocí a Andrés. Andrés, con su 1.89 metros de altura, su cuerpo trabajado y su piel bronceada, era la antítesis de Jorge. Andrés es venezolano, de solo 23 años, que llegó a Lima escapando de la pobreza y la inestabilidad de su país. Sus músculos esculpidos, su juventud y esa energía inagotable me hacían sentir viva de nuevo, como si el tiempo no hubiera pasado y yo aún tuviera la capacidad de atraer a un hombre como él.

No puedo decir que fue amor a primera vista, pero sí hubo una atracción innegable desde el principio. Andrés me hacía sentir algo que Jorge nunca pudo: deseada. Me miraba como si yo fuera la única mujer en el mundo, y cuando sus manos rozaban las mías al mostrarme cómo hacer algún ejercicio, una corriente eléctrica recorría mi cuerpo. No tardó mucho en que esos toques se convirtieran en algo más. Fue una tarde, después de una sesión particularmente intensa en el gimnasio, que me invitó a su pequeño departamento. Era modesto, apenas un lugar donde vivir, pero la pasión con la que me recibió hizo que todo lo demás se desvaneciera.

Nunca sentí culpa por estar con Andrés. De hecho, me justificaba a mí misma. ¿Por qué debería sentirme mal? Jorge es un buen hombre, sí, pero hay cosas que nunca me dio. Esa vitalidad, esa pasión, ese deseo de ser libre, de vivir sin ataduras ni compromisos. Andrés me ofrecía eso, y mucho más. En sus brazos, dejaba de ser la contadora de 53 años que trabaja en un ministerio, y me convertía en una mujer que aún tenía el poder de seducir, de ser admirada y deseada.

Había noches en que volvía a casa después de estar con Andrés, y Jorge me llamaba, queriendo saber cómo había sido mi día. Le respondía con la misma calma de siempre, hablando de presupuestos y reuniones interminables. Nunca sospechó, nunca vio más allá de las palabras. Y en mi mente, lo que hacía con Andrés no era una traición, sino una necesidad, algo que me ayudaba a mantener el equilibrio en mi vida. Jorge me ofrecía estabilidad, Andrés, emoción. ¿Por qué debería elegir entre los dos?

Pasaron los meses y mi relación con Andrés se volvió más intensa. No solo era el sexo, aunque debo admitir que eso era lo que más me atraía de él. Era esa sensación de estar con alguien que vivía el presente, que no tenía miedo de romper las reglas, de ir más allá de lo permitido. Jorge, en cambio, seguía siendo el hombre correcto, el que nunca alzaba la voz, el que siempre tenía un consejo razonable, el que vivía en un mundo de teorías y ecuaciones.

Un día, después de una noche especialmente apasionada con Andrés, decidí que era momento de decirle a Jorge la verdad. No lo hice por culpa, sino porque quería ver cómo reaccionaría. Quería saber si alguna vez podría sentir algo más allá de esa calma perpetua que lo caracterizaba. Lo invité a cenar en un restaurante elegante en el centro de Lima. Me vestí con mi mejor traje, el que sé que le gusta, y durante la cena, entre platos de comida peruana que apenas probé, solté la bomba.

Le conté sobre Andrés, sin detalles, pero con suficiente claridad para que entendiera lo que estaba ocurriendo. Vi cómo su rostro palidecía, cómo sus manos, que normalmente estaban tan firmes, temblaban ligeramente. Me preguntó por qué, y le respondí con la misma sinceridad con la que le había confesado la infidelidad: "Porque necesitaba algo que tú no puedes darme."

Hubo un largo silencio después de eso. Jorge no dijo nada por un rato, y yo simplemente lo observé, esperando su reacción. Finalmente, levantó la mirada y con una voz tranquila, me dijo que nuestra relación había terminado. Me pidió que me fuera, que no quería volver a verme.

Me fui sin mirar atrás. No porque no me importara, sino porque sabía que había tomado la decisión correcta para mí. Jorge nunca podría haber entendido lo que Andrés me daba. No era solo la diferencia de edad, o el hecho de que Jorge viviera con sus padres y Andrés fuera independiente a su manera. Era que Jorge vivía en un mundo que nunca sería el mío, un mundo de teorías y números, mientras que yo quería sentir, vivir, experimentar. Y si para eso tenía que romper algunas reglas, estaba dispuesta a hacerlo.

Volví al departamento de Andrés esa misma noche. Me recibió con una sonrisa, como siempre, y me besó con la misma pasión de siempre. Le conté lo que había hecho, y simplemente se rió, como si no tuviera importancia. Y en ese momento supe que había tomado la decisión correcta. Jorge me habría ofrecido una vida tranquila, sin sobresaltos, pero también sin emoción. Andrés, en cambio, me ofrecía la posibilidad de vivir cada día como si fuera el último, sin arrepentimientos, sin mirar atrás.

No aprendí nada de esta experiencia porque no había nada que aprender. Hice lo que tenía que hacer, lo que mi corazón y mi cuerpo me pedían. ¿Por qué debería sentirme culpable? Soy una mujer adulta, con derecho a decidir lo que es mejor para mí. Jorge siempre será un buen hombre, pero nunca fue suficiente. Andrés, con toda su juventud y su energía, me ofrecía algo que no se puede comprar ni calcular: la sensación de estar viva.

Y si algún día esto termina, lo aceptaré sin más. Porque la vida es corta, y no pienso pasarla arrepintiéndome de lo que he hecho. Soy quien soy, y no tengo que justificar mis acciones ante nadie, ni siquiera ante mí misma.


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