Una realidad paralela se fotografía en el asfalto y las baldosas de la calle. Las luces se diluyen y refractan en largos rayos oblicuos sobre las aceras mojadas. Los neumáticos chasquean en el negro del asfalto, que brilla con destellos entre las lineas que dejan las ruedas; cada vehículo tiene su propia voz y humean los tubos de escape, dejando caer gruesos lagrimones con un ritmo intermitente. También los paraguas, apresurados, dejan caer gotas por las puntas de sus arcos en forma de hongo. Saltan churretes de agua sucia bajo los zapatos de las transeúntes.
Destellos y rugidos que a veces sobrecogen. La cortina de agua espesa y blanca convierte en fantasmas las formas veloces de los caminantes; algunos cruzan a saltos y pisan los innumerables charcos. Algún pitido y frenazo resuena en la selva oscura e inhóspita de la ciudad bajo el diluvio de la tarde. Después seguirá la oscuridad de la oscuridad, la noche larga del otoño.
He visto tu rostro entre la cortina irregular de la lluvia. Me ha reconfortado imaginar tu voz entre los chaquidos y los truenos. Te he abrazado y he sentido la tibieza de tu cuerpo.
Me siento a esperar con una taza de café humeante. Un estremecimiento me hace encoger . ¿Por qué me siento tan solo cuando se desata la tormenta en la ciudad, donde todas las ausencias pasan inadvertidas?
Un momento después, abres la puerta con la gabardina chorreante y dejas el paraguas en el cilindro dorado y negro del paragüero. Me miras sonriendo y se desvanecen mis temores... salvo en ese instante en que hubiera deseado diluirme, junto al beso melancolico de las nubes, fecundando la inhumanidad de tu ausencia.
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