LA CINTA (2)

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Berta se giró. Sus senos de mediano tamaño evolucionaban en el vacío mientras se bajaba la braga. Los pezones destacaban en medio de la masa flotante de las tetas. Al caer la braga descubrió un pubis de colegial, depilado y con el corte de los labios de la vulva muy marcado. Yo di un respingo y volví a mirar a Rodolfo, que parecía nervioso. Pausó de nuevo la imagen.

De sus labios escapó un silbido apagado y expulsó sonoramente el aire con los labios apretados. «Vaya, vaya...», dijo. Yo me moví   inquieta: «Rodolfo... no sé yo si...», dije, a pesar de que me moría de ganas de ver toda la cinta y de notar que se había despertado una excitación incipiente en mi vientre. «No decimos nada y ya está, Cristina; aquí nadie nos ve; luego la dejamos en el mismo lugar...No se enterarán ni van a sospechar que los espiamos. Además, la cinta podría haber sido de las "normales". ¿Cómo podríamos nosotros imaginar...?». Sonreí, hice un mohín y le di la razón. Él volvió a pulsar el play.

Manuel acercó el objetivo a Berta. Pasó de su cara alegre, sonriente, divertida, a sus pechos, que ella cogió en sus manos y apretó acariciándolos, levantándolos, pellizcando los pezones granulados y oscuritos. La imagen recorrió su estómago bajando por el monte de Venus abultado de Berta; su rajita era abierta, mucho más que la mía; sus labios externos de un color ligeramente violáceo eran llamativos y, por qué no decirlo, apetitosos (me resulta extraño o impropio pensar eso de mi amiga, pero desterré el falso pudor que me ocultaba de mí misma y mis sensaciones y deseos profundos: eran "apetitosos", sí, me repetí, alegre de ser yo misma en mi intimidad sin que los tabúes me cortaran). Manuel dio una vuelta alrededor de Berta. Su culito era... perfecto. Dos magnificas lunas firmes, tersas, donde no sobraba ni un gramo de carne o se veía grasa alguna. Manuel acarició sus glúteos y ella se arqueó. Él abofeteó las dos nalgas.

Yo me sobresalté. Rodolfo se movió más nervioso. No pausó esta vez. De soslayo eché un vistazo a su entrepierna. ¡Lo que esperaba! El bulto bajo la cremallera del pantalón se veía claramente. Estaba excitado y tenía una fuerte erección. Pero también yo lo estaba y notaba cierta humedad en la vagina. No había pecado; no había pecadores. La libertad de la lujuria y la concupiscencia rompían sus cadenas forzadas; la libido corría y recorría nuestro organismo, cuerpo y mente.

Berta se acercó a los pies de la cama, se apoyó en la madera y se agachó ligeramente; abrió sus dos piernas. Se cogió el culo con ambas manos y mostró su ojete. El pequeño agujerito prieto y estriado se distendió un poco, forzado por los dedos. Manuel acercó más la cámara. Ambos reían. Quedé muy sorprendida al ver que Berta disfrutaba de este modo del sexo; de su exhibicionismo descerrojado, del gusto por los placeres anales. Nunca imaginé que nuestra  amiga pudiese ser tan abierta en cuestión de sexo; tampoco tan chistosa al mostrar su cuerpo íntimo. Rodolfo y yo no habíamos intimado tanto ni tan profundamente al hacer el amor.

El objetivo de la cámara siguió fijo en el ojo del culo. Un dedo -de Manuel- se posó en el ojete, circundo su perímetro y lo acarició. Desapareció un instante fugaz y volvió al agujerito; esta vez brillante, seguramente por la saliva. Acariciaba los pliegues radiales del año y los untaba con saliva empujando con la yema del dedo medio. Quedé parada al ver las imágenes; también por sentir crecer el deseo en mí. Descubrí que me quedaba mucho por profundizar en mis propios deseos y fantasías sexuales, que el sexo anal despertaba instintos desconocidos en mí. ¡Las imágenes me estaban calentando! Rodolfo y yo veíamos frecuentemente pornografía. Nos excitaba e incrementaba la pasión al hacer el amor. A veces había sexo anal, pero para mí suponían un complemento del coito, los cunnilingus y las fellatios. Nunca hasta ahora había sentido placer y ganas al ver las escenas. Quizá fuera por ser verídicas uno de ficción; o por tratarse de nuestros amigos.


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