Los coleccionistas

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   Gorich entró en el pasillo apresurando el paso, detrás de la miserable figura de Landrich. Éste cogió una llave gruesa como la de los cuentos de hadas de su infancia y ambos salieron a las calles. Era medianoche y la pequeña ciudad dormía con la inquietud silenciada de los sueños del subconciente.
Landrich le condujo a una nave cercana. La puerta oxidada gruñó al ser empujada por el raquítico hombro del hombrecillo de nariz aguileña. Un zumbido respondió al gesto córvido que hizo a la nada de las partículas del campo electromagnético. Los altos tubos fluorescentes se encendieron tras chisporrotear y titilar varias veces alternativamente. La enorme planta estaba vacía, salvo los esqueletos verdosos y herrumbrosos de las máquinas inservibles.
Gorich siguió al otro hasta una puerta y ambos accedieron a otro almacén adyacente.
Líneas de estanterias a cada lado, repletas de cajones de diversos tamaños y una mesa ancha y polvorienta eran todo lo que se veía.
Landrich se acercó a uno de los anaqueles, cogió una de las cajas y la depósito en un lado de la mesa, se recostó sobre la mesa, abrió la caja desdoblando unas hojas de papel fino. Se echó a un lado. Gorich se acercó. Landrich puso una mano en la cadera; la otra con la palma de abierta como una hoja de palmera; las piernas entrecruzadas.
—¿Ves, lo que te dije? Ya no se encuentra un género como éste, amigo.
Gorich sacó el rollo de entre la sábana de papel, lo levantó y lo examinó al trasluz, después lo.miró detenidamente y dijo:
—Quinientos; te doy quinientos por él.
Landrich se echó a reír estruendosamente. El eco se extendió por las paredes, el alto techo y el embaldosado grisáceo del suelo.
—¡Vamos, amigo vale más del doble. —Tomó el paralelepídedo extendido y observó las líneas y las curvas de tinta azulenca, los trazos de las letras, los espacios vacíos—: Ya no se encuentran joyas como ésta.
Gorich asintió en gesto de asentimiento:
—¡Setecientos! —exclamó—; ni un euro más.
—¡Novecientos, y te lo llevas! —repuso Landrich.
El otro miró largamente la ancha tira de piel y el  fino tatuaje y tendió su mano al oscuro vendedor.
—Has hecho bien, Gorich. Es dificil conseguir mercancía. Los coleccionistas están acaparando todo lo que llega al mercado. La gente está asustada. El negocio de los tatuajes ha desaparecido y cuesta mucho cazar a las desventuradas víctimas que gastaron tanto dinero para roturar sus virginales brazos, espaldas, piernas y otras partes... ¡Ya me entiendes!— prorrumpió en un largo aullido que pretendía ser una risa cómplice, y propinó un fuerte codazo a las costillas enflaquecidas de Gorich.
Landrich con unos dedos sucios, con las uñas por recortar, tomó el dinero de los dedos larguiruchos de Gorich y los guardó en una repelada riñonera que llevaba oculta bajo el abrigo de lana.
Ambos abandonaron la nave, justo cuando conenzaba a lloviznar en las vacías calles de la pequeña ciudad.
En el lúgubre almacén y sus polvorientas cajas aún quedaban centenares de rollos de piel humana tatuada, finamente separada de la carne de brazos, piernas, pechos y espaldas de las infortunadas piezas de caza, y luego trabajada por dedos expertos para que los negociantes de tatuajes, decenas de macabros negociantes, surgidos tras la guerra, facilitarán a morbosos coleccionistas el placer de acumular elaborados tatuajes artísticos con que adornar las paredes de sus ricas mansiones.


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