El amor es siempre un eterno desconocido que transcurre entre estaciones. Las miradas son sensaciones también desconocidas; como desconocidos son los dedos y el tacto de los codos. Son horas descompuestas en millares de minutos que contradicen las distancias y el propio tiempo. El verano va presagiando el equinoccio. Se disgrega en múltiples puntos de luz que van viajando contra las leyes de la naturaleza coercitiva. Encrucijada de sueños, rompe el aquí de los espejos e irrumpe hacia atrás en las distancias pautadas del espacio-tiempo.
El tren de la sincronía, el lento tren del transcurrir de los deseos; deseos de vivir las vidas nuevas, estrechar los cuerpos, aspirar el olor de la piel fogosa, sentir bajo la yema de los dedos el volumen que vive bajo la figura, los delicados tactos de la carne de esa primavera sonriente, reposada, que reta el temor, lo prohibido, la angustia y el dolor; el crudo conocimiento del hastío y la monotonía de los días perdidos en el telar imparable, en el girar de la rueca del movimiento estelar
Eternidad gemela, que el destino de los pasos de la necesidad funde en ese abrazo de los amaneceres que, gota a gota, nos conducen hasta el ocaso precursor de la siguiente alborada, con un hilo permanente que transmuta, cada acto anodino en un breve escalón hasta el reencuentro para todos los tiempos.
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