TREN NOCTURNO (7)
La chimenea expulsaba grandes nubes de vapor blanco. Estaban iniciando una lenta y larga subida hacia las montañas, lo que obligaba a los dos ayudantes del maquinista a un esfuerzo redoblado para alimentar el infernal fogón al rojo vivo. Las paladas de carbón apenas servían al estómago de la bestia unos minutos y quedaban convertidas en humeantes rescoldos rojiblancos.
El maquinista hizo sonar el ronco y prolongado silbato que rebotaba en las paredes del estrecho túnel. El traqueteo del tender y los vagones la hicieron despertar. El niño dormía plácidamente, cubierto con una manta de viaje a cuadros escoceses; el marido, recostado contra la ventana, resoplaba bajo el sombrero. Se recompuso la larga falda blanca del vestido y ajustó la blusa, cerrando el botón del cuello. Se miró en el reflejo de la ventana, tras la cual, de vez en cuando, se distinguía la silueta rocosa de las cercanas montañas; se arregló el sombrero y esponjó la gardenia de imitación tejida, que adornaba el lado derecho. Se levantó del mullido asiento granate y abrió la puerta corrediza suavemente, para no despertar a la familia.
Salió al pasillo zarandeada por el vaivén del vagón y se dirigió al aseo, en el vagón siguiente. En él, en mangas de camisa y sin sombrero, distinguió la figura masculina, que fumaba reclinado contra la delgada barandilla de hierro que protegía la corta y ovalada ventana; un hilillo de humo azulado y serpenteante salía de los dedos del pasajero. En ese momento, el ferrocarril entró en las empedradas paredes de un túnel y el lamento casi animal del silbato se estrelló contra la roca mineral y devolvió un eco de respuesta; unas chispas iluminaron brevísimamente el pasaje y el sonido de las bielas enloquecidas rasgó la noche, duplicada por el túnel.
Al verla, el hombre se giró y la saludó con un movimiento leve de la cabeza. "Buenas noches", musitó sin apenas mover la delgada linea de la boca. El aroma del tabaco era suavemente exótica; también el pasajero desprendía un olor, a perfume masculino. Ella bajó ligeramente la cabeza y se estrechó contra la puerta del compartimento frente a la ventana. Respondió con un saludo parejo y media sonrisa. Él también se apretó para dejarla pasar. El paisaje entre las montañas se abrió nuevamente y el brillo de la luna llena, reflejada en las aguas mansas de un lago, iluminó el vagón. Ella levantó el rostro y sin mirarla él dijo: "Hermoso paisaje, ¿verdad?“. Sus ojos se cruzaron como caminos que se encuentran en medio de un paraje agreste; verdes los de él; marrón claro, los de ella. Fue un instante fugaz pero intenso. Fragmentos de cristal encendido crujieron en el interior de ella; él sintió un soplo fresco e hiriente en su pecho.
El tren llegó a una curva cerrada y ella se balanceó, perdiendo levemente el equilibrio. Instintivamente, lanzó el brazo hacia delante, con la mano derecha extendida, hacia el pasajero. Era un hombre un poco más joven que ella, de cabellos claros y un bigote bien cuidado. Vestía un chaleco gris y la camisa coronada con un pañuelo de color carmesí, cerrado al cuello con una aguja dorada.
Él, en un acto reflejo, agarró la mano enguantada de ella. Un breve par de segundos que se extendieron como si el mundo que los rodeaba se desdibujara, transformándose en decenas de actos, encuentros y reencuentros en el tiempo; las manos se apretaron, constituyendo un solo cuerpo. Algo íntimo, acogedor, seguro; una llama encendió ambos corazones y un estremecimiento mutuo recorrió su espina dorsal. "Perdón", dijo la mujer soltando la mano. "Disculpe, señora", exclamó él en voz baja, mientras sujetó el antebrazo para que ella recuperase plenamente el equilibrio.
Ya bajando de la altura de la cima montañosa, el ferrocarril se abrió paso por una larga extensión de campo, mientras la luz del nuevo día convertía las sombras en figuras y colores.
Cuando ella regresó del aseo él seguía allí, silencioso y meditabundo. Pasó por su lado sin mediar palabra; él no se volvió; aspiraba el delicado perfume femenino y con los ojos cerrados dibujó en su mente la frente de ella, sus ojos vivarachos, sus labios, sus cabellos recogidos bajo el sombrero, el calor de aquellas manos. Tampoco dijo nada. Cuando ella se alejó en dirección al otro coche se quedó observando sus inseguros pasos por el pasillo. De repente, vio un rectángulo blanco en el suelo, junto a él. Era una tarjeta de visita, boca abajo, con un nombre y una dirección, la de ella. Emanaba del cartón un suave olor a perfume, que seguía aún cuando la pasajera hubo desaparecido al cerrarse la puerta del vagón. Su corazón comenzó a palpitar frenéticamente, un desgarro interior, una orfandad, una sensación de pérdida y una niebla de dolor, por otra parte extrañamente agradable, sólo se disipó cuando sus dedos se agarrotaron sujetando la tarjeta de visita, a la vez que en su cabeza la voz interior repetía una y otra vez el nombre de ella.
El amanecer barrió los restos de la penumbra. Los árboles que bordeaban el camino de hierro agitaban sus hojas al paso del convoy. El sonido del traqueteo iba cambiando de cadencia, según pasaban los desgastados travesaños de la vía. El silbato aulló, irrumpiendo en la conquistada llanura. La columna de vapor blanco, espeso, como una nube que se elevaba antes de disiparse detrás del tren, quedaba suspendida en el aire antes de desaparecer entre los susurros del viento de la mañana.
El pasajero apagó su último cigarrillo a medias y entró en el compartimento. La mujer morena seguía dormida, envuelta en un amplio abrigo de piel. Su cara se distinguía bajo el sombrero de armiño. Las duras facciones de su rostro y los labios apretados se entreabrieron cuando la puerta de deslizó a un lado, antes de cerrarse cuando su marido la traspasó y volvió a ocupar su sitio, junto a ella.
Los dedos del hombre depositaron la pequeña tarjeta de visita en el bolsillo interior de su chaleco. Miró hacia el exterior, entornó los ojos y suspiró profundamente. La luz del sol iluminaba la ventana del compartimento.
Para M. G.,
con admiración y respeto
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