PALABRAS DE VIRGINIA

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    Palabras de Virginia (instantánea)

   Se encontraba en un rincón de la galería. El largo gabán beige estaba abotonado por la parte de abajo, con el cinturón abierto, descuidadamente desequilibrado, como si fuera a deslizarse al suelo en cualquier momento. De pie, con una mano sosteniendo la barbilla, observaba a los visitantes, como hubiera hecho una investigadora en un laboratorio universitario cualquiera.
Amelia y yo estábamos en la sala grande, donde se exponían sus recientes cuadros neoimpresionistas. El empaste de los lienzos transmitía una interpretación feroz de la realidad que plasmaba su mano siguiendo los recursos de un estilo tan personal como íntimo; el ojo dejaba paso a algo más allá del cerebro, hablaba el propio corazón, el alma profunda, que se inquietaba al recibir el impacto visual y le trasladaba al propio mundo de la artista. Cada cuadro era, a la vez, parte de las vivencias personales de los admiradores de su obra.
Amelia se reclinó para contemplar una figura cerca de un pajar, apoyada en un alto cedro cuya copa estaba encendida por la puesta de sol ígnea de una tarde, posiblemente del otoño, cuando nos dimos cuenta de que la figura de la gabardina, con el largo y revuelto cabello rubio estaba junto a nosotros; ¿cuándo y cómo había llegado hasta nuestro lado sin que nos percatamos de su presencia, hasta que habló? No lo puedo saber porque Amelia estaba absorta escudriñando la tela, inspeccionando qué pincelada otorgaba vida a la escena campestre, que combinación de aquella paleta magistral, de aquel ojo capaz de aislar cada momento de la pintura y sin embargo hacerlo constituir un todo y una parte separada al mismo tiempo; algo sin lo cual la escena estaría vacía de contenido vital, sería una artificial búsqueda de un arte que no latiría en la obra.
—Hay que mirarla desde el centro de la sala —dijo de una manera amigable y sencilla.
Ni Amelia no yo sabíamos entonces que ella era la pintora, Virginia Braun, la creadora de aquella magnífica instantánea de la realidad, cuya forma estaba descompuesta en infinitos puntos de materia grumosa portadora de luz inimaginable, hasta que se formaba en la retina la gracia de la realidad capturada.
La miramos. Su mirada reposaba despistada en la parte superior donde líneas y revueltas del pincel daban vida a unas nubes presagiadoras de una cercana tormenta. Tampoco la figura del personaje que se sostenía en fusión con el cedro parecía darse cuenta de la amenaza que se cernía desde las alturas, como nos pasó a nosotros con la súbita aparición de Virginia a nuestra vera.
Se separó y señaló hacia atrás y al centro de la sala.
—Desde ese punto es de donde la composición de aprecia en su integridad. Ahí se capta la verdadera esencia del instante antes de que desapareciera para siempre.
De manera maquinal obedecimos y nos colocamos en el lugar que nos dijo. Efectivamente, desde allí los trazos que formaban la figura casi insignificante del personaje adquirían toda su importancia en el lienzo. ¡Constituían el eje vertebrador del conjunto, desde el pequeño lugar que ocupaban en toda la pintura! Nuestras miradas la buscaron al unísono para agradecerle la indicación, pero ya no estaba allí.
Continuamos paseando por la sala hasta recorrer todas las obras de la misma. Pasamos a otra sala de la  exposición, que estaba como aslada; un rectángulo más pequeño junto al pasillo de salida. Las pinturas eran mucho más complejas; la luz que emitían era intensa; los trazos gruesos, las líneas desdibujadas, las bandas de color desleídas, el contraste entre colores claros y oscuros hirientes.
Una de las obras llamaba la atención. Sobre el título de El equilibrista. Una figura sobre fondo verde de múltiples matices doblada sobre sí misma, con las piernas recogidas en posición fetal. La cabeza sumergida entre los muslos y el vientre; el cuello en una posición casi imposible, la boca abierta en un beso narcisista de su propio falo, que sostenía entre los labios esponjosos y gruesos. La mirada del personaje estaba extasiada, perdida en un indescriptible submundo de sensualidad. Bajo el personaje una alfombra persa con finos trazos y arabescos, flecos dorados y un ave irreconocible. Al fondo una pupila azul turquesa, un ojo de un semidiós vaporoso y deslumbrado contemplaba a los que observábamos la escena íntima y secreta.
Virginia apareció de nuevo.
—Es un escupitajo contra la hipocresía y la falsedad. Una revelación de la mezquindad humana. El ariete de la auténtica libertad que la humanidad ha de conquistar todavía. Es Prometeo desafiando a los diminutos ecos de lo rutinario del día a día, a los atemorizados siervos de lo cotidiano, de la ultramoral, de lo admitido que no cuestiona el orden del rebaño; a aquello que es violento y torturador, presentado como como eterno comportamiento y que justifica el sometimiento femenino a las esclavizadorss cadenas del generalato masculino. Es un cuadro que ofende a los opresores y les ofrece su alma oculta al desnudo: temor y amenaza de sus convicciones privilegiadas.
Nosotros mirábamos a Virginia sin dar crédito a lo que veíamos. Nos percatay en ese momento de que nuestra cicerone intelectual era la propia artista. Sus palabras no eran duras ni destilaban amargura, sencillamente eran pronunciadas como el resumen de una idea sobre algo que no le pertenecía ya, un producto de los sueños cautivadores y obsesivos de otros.


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