Cada barco precisa de un puerto, próximo o lejano, pero sí, una referencia, un lugar al que llamar hogar, que presencie los alegres abrazos de los retornos y los tristes y apesadumbrados de las partidas, que se preocupe cuando no haya noticias y que salga al rescate cuando las tormentas amenacen con desarbolar los mástiles.
Un barco sin destino no tiene sentido, es tan sólo un cascarón a la deriva. Tampoco lo tiene el puerto vacío, excepto durante el tiempo de espera, aquel en el que desea la vuelta de los suyos, en el que escruta el horizonte para tratar de divisar la silueta familiar de aquellos a quienes quiere.
Las naves, como las personas, necesitan la protección y el cariño que les permita recuperarse, descansar y tomar fuerzas para enfrentarse a la aventura incierta de cada nuevo viaje.
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