LOS VERANOS SON PARA ENAMORARSE (0.0)

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LOS VERANOS SON PARA ENAMORARSE (0.0)

                                 DIMAS 


                                      (I)


     En la plaquita dorada se leía Dimas. Tenía la piel del color de los dátiles; también su brillo matizado. Estaba sentada frente a mí, con una fiambrera abierta de la cual iba extrayendo pausadamente pedazos de pan rellenos de alguna clase de embutido. La bata de trabajo, a listas azules, estaba semiabierta en la parte baja de sus piernas; y su mirada se perdía en alguna parte de sus pensamientos. Ella estaba sentada en un banco, al sol; yo en otro frente a ella en la sombra. Se veían perlas de sudor en su cuello. Yo estaba solo en el hotel; mis padres se habían ausentado por tres días, debido a asuntos de negocios. Disponía de todo el tiempo para descansar en entera libertad.
La había visto varias veces en el hotel, tanto ocupándose del servicio de habitaciones como en la limpieza del gran hall de la entrada. Sus amplias caderas mostraban por detrás una glúteos firmes y redondos. Su rostro estaba presidido por unos labios prominentes en una boca distendida con una sonrisa de gioconda; los ojos eran llamativamente azules entre los destellos de su piel oscura.
A mí siempre me habían fascinado las mujeres de más edad; no las de la mía; Dimas me gustó desde el primer vistazo, allí en la piscina, por cuya zona ajardinada pasó cargada de una pila de grandes toallas blancas. Su cabello negro y lacio recogido por una linda cinta color frambuesa resaltaba ante el fondo blanco de las paredes. La seguí con la mirada hasta que se perdió bajo los arcos de la entrada a las habitaciones de los bajos del hotel. Algo en mi interior me impacientaba e impedia seguir en mis meditaciones en la mañana flácida y ardiente de agosto. Otro pensamiento se adueñó de mí; ¿cómo sería aquella mujer de rostro sereno y sonrisa dibujada? 
Esa tarde no volví a verla, tal vez había finalizado su turno; pero en los días siguientes procuré moverme disimuladamente por las plantas del hotel y la recepción, hasta que me crucé con ella. Nos saludamos. Su voz era curiosamente suave y aterciopelada. Su manera de saludar denotaba una cultura y educación trabajadas, distaba mucho del saludo ritual, vacío caído en la rutina; miraba a los ojos y el esbozo de su sonrisa se transformó en una sonrisa completa, con sus grandes dientes blancos y la punta de la rosada lengua descubierta. Sin saber cómo me escuché a mí mismo diciendo "¿mucho trabajo?". Río alegremente y respondió "Ah, bueno, lo habitual". Nuestras miradas se detuvieron un poco más de lo que correspondía a la cortesía y vi cómo sus ojos bailaban de uno a otro lado de mi cara, y de mis labios a mi frente. "Que vaya bien", correspondí a sus palabras. Después me alejé y me giré como si esperase que ella hiciera lo mismo; no fue así, lo que provocó en mí una incomprensible desazón interior; algo similar a una frustración e inquietud. Lo peor: no podía quitarme de la cabeza la profundidad marina de aquellos ojos de figura almendrada, sus labios entreabiertos, la rosada textura de su lengua, el suave sonido de su risa amortiguada por una respetuosa elegancia.
Al día siguiente, fui casi reptando por el intenso calor que casi hacía humear mi espalda, a la playa de la parte delantera del hotel. Día laborable, había unas cuantas sombrillas y alguna pareja tumbada sobre la tórrida arena. Escogí visualmente un lugar cerca de la orilla cuando, de repente oí una voz que me llamaba. Dimas me hizo un gesto de saludo. Reaccioné un poco atolondrado y me quedé parado, con mi toalla arrastrando y un gesto bobo. Muy lejos de la reacción que hubiera tenido de estar esperando su presencia allí.
Me acerqué sintiendo un cosquilleo en el estómago. Estaba espléndida con su bañador, que resaltaba las formas onduladas de su cuerpo. Su pecho, contenido por la bata de trabajo estaba ahora perfectamente remarcado. Nos quedamos sonriendo un rato que se extendió; mirándonos, escrutando al otro, como reconociéndose; una cierta fusión aleteando en aquellos ojos que se nutrían mutuamente, con una necesidad casi salvaje. Me senté a su lado y comenzamos a hacernos preguntas que se respondían en cascada. Una cierta nerviosa hambre de saber del otro, descontenida y chispeante desterró el paso del tiempo de nuestro espacio común, aislado del resto del universo.
Después, Dimas me puso la mano en el brazo, me hizo un guiño y tras unos segundos de espera me dijo: "Voy a tomar un baño". Instantáneamente me levanté y la seguí. El beso de la burbujeante agua marina la hizo lanzar un breve chillido, antes correr y lanzarse a los brazos de las olas. Nadábamos juntos. Su hermosa cabellera brillaba chorreante de agua bajo el fuerte brillo solar. Ella reía como una niña; yo estaba hipnotizado. Estábamos muy cerca, casi rozándonos. Sus labios destellaban. Apartó el breve espacio entre nuestros cuerpos palmoteando las ondas espumosas. La fusión fue ahora de nuestros ojos; un instante después nos abrazamos por la cintura; otro instante seguido nuestros labios se tocaron, se abrieron y se tomaron entre sí, se paladearon entre el gusto de la sal y el de la delicada piel labial. Segundos convertidos en minutos, y estos en cuartos prolongados en la Arcadia conquistada.
Regresamos a la arena. Dimas tenía que ir al hotel para comenzar su jornada de trabajo. Quedamos en vernos a la salida de su turno.


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