El día que perdí a Tomás, mi vida se partió en dos: la de antes y la de después. Era mi único hijo, mi razón para mantenerme fuerte. Lo tuve a los dieciocho años, a una edad en la que muchos apenas están descubriendo qué significa ser adultos. Crecimos juntos, en cierto modo. Y, veinticinco años después, un accidente trágico e inesperado lo arrancó de mi lado. Mi vida se volvió un remolino de dolor y de vacío, en el que las palabras de consuelo de la gente a mi alrededor parecían vacías e inútiles.
Pasé el primer año en una niebla, moviéndome en automático. Iba a trabajar, comía y dormía, pero todo carecía de sentido. Mis compañeros de trabajo y conocidos intentaban hacerme sentir mejor, pero sus comentarios rebotaban contra una pared invisible. “El tiempo lo cura todo”, decían. Pero yo sabía que el tiempo sólo haría que su ausencia se sintiera más profunda y duradera. Y luego, justo cuando pensaba que nada podía sorprenderme ya, ocurrió algo que desafió toda lógica.
El primer episodio fue con Valeria, una compañera de trabajo que conocía desde hacía más de diez años. Ella no sabía mucho de mi vida personal. De hecho, nunca habíamos sido particularmente cercanas. Era eficiente y amigable en el ambiente laboral, pero no éramos amigas fuera de la oficina. Por eso, cuando se acercó a mi escritorio después de una larga jornada de trabajo y me pidió hablar a solas, me sorprendí.
—Carol, ¿puedes venir un momento? —preguntó, casi susurrando.
Asentí, sin ganas de rechazarla. Nos dirigimos a la sala de reuniones vacía, y Valeria se sentó frente a mí con el rostro serio, inusualmente serio para ella. Parecía estar debatiéndose internamente.
—Sé que suena extraño —dijo—. Hace dos noches soñé con un joven. Estaba en un parque, y de alguna manera supe que era tu hijo.
Me quedé inmóvil. ¿Tomás? Valeria no lo había conocido, solo había visto alguna foto suya en mi escritorio antes de que la quitara. Apenas sabía que yo tenía un hijo, y nunca había preguntado nada al respecto. Me preparé para una historia sin sentido, un malentendido, algo que pudiera racionalizar.
—En el sueño, él se acercó a mí —continuó Valeria, mirándome directamente a los ojos— y me dijo que te diera un mensaje.
El aire en la habitación pareció congelarse.
—¿Qué dijo? —pregunté en voz baja, a pesar de mi propia incredulidad.
—Dijo… “Dile a mi madre que todo va a estar bien”. —Valeria tragó saliva, como si aún no pudiera creer lo que estaba diciendo—. No sé qué significa, Carol. No entiendo por qué soñé con él, pero sentí que tenía que decírtelo.
Me quedé en silencio, incapaz de reaccionar. Quise agradecerle, pero me invadió el escepticismo. ¿Por qué ella? Valeria ni siquiera conocía a Tomás. ¿Acaso era su manera de intentar ayudarme? ¿Una especie de reflejo de su preocupación? Sonreí débilmente, le di las gracias y me fui a casa con la frase “Todo va a estar bien” resonando en mi mente.
Me repetí una y otra vez que no podía ser más que una coincidencia, un acto inconsciente de simpatía. La lógica me decía que, aunque las intenciones de Valeria fueran sinceras, era solo un sueño. Un sueño de una mujer que había visto mi sufrimiento y quería aliviarlo de alguna manera.
Pasaron unos meses y, poco a poco, dejé de pensar en el asunto. Pero entonces, una tarde, recibí una llamada inesperada de Miriam, una vieja amiga con la que había compartido los años de universidad. No habíamos hablado en mucho tiempo, y me sorprendió su tono urgente.
—Carol, ¿tienes un momento? Necesito contarte algo —dijo casi sin saludar.
Nos habíamos distanciado con los años, cada una ocupada con su propia vida, y apenas sabía nada de Tomás. No vino a su funeral, y no habíamos discutido su muerte en absoluto. Al responder, esperaba una conversación superficial, pero en lugar de eso, Miriam me lanzó una bomba.
—Sé que esto es raro, pero soñé con un joven. Un chico que, de alguna manera, sabía que era tu hijo. Me dijo que te diera un mensaje. Me dijo que te dijera que “todo va a estar bien”.
El aire se me fue. Exactamente las mismas palabras. ¿Y si Valeria y Miriam hubieran hablado de mí y la historia se filtró? Pero recordé que nunca habían coincidido. No tenían amigos en común y, además, Miriam ni siquiera estaba en el país.
Sonreí agradeciendo, pero la incredulidad me consumía. “Es solo una coincidencia”, repetí en mi mente. Tenía que serlo. Aún así, el mensaje seguía resonando en mi cabeza. ¿Qué estaba pasando?
Las semanas se convirtieron en meses y el incidente quedó relegado a un rincón de mi memoria. Pero luego, en una clase de pilates del gimnasio al que había vuelto para intentar recuperar algo de normalidad, Laura, una de las mujeres del grupo, me sorprendió con algo similar. Nunca habíamos hablado más allá de un saludo cortés. Para ella, yo era solo Carol, la mujer que había dejado de ir a clases y había regresado meses después.
—Perdona, no quiero incomodarte —me dijo una mañana, después de la clase, con una expresión de preocupación—, pero tuve un sueño muy extraño. Un joven se me apareció. No sé quién era, pero me dijo que te conocía. Me dijo: “Dile a mi madre que todo va a estar bien”.
La frase exacta. Las mismas palabras. Un vértigo me recorrió. Laura no sabía nada de Tomás. Ella, Valeria y Miriam no se conocían. ¿Cómo podía ser posible?
Le agradecí a Laura con una sonrisa forzada, pero dentro de mí, el escepticismo seguía presente. Intenté no darle vueltas, diciéndome que tal vez mi dolor era tan evidente que las personas a mi alrededor lo percibían, y en su esfuerzo por consolarme, sus mentes creaban estas historias. Sin embargo, cuando escuché el mismo mensaje por cuarta vez, mi resistencia empezó a resquebrajarse.
Fue en una reunión familiar, en casa de mi hermana mayor. Eva, una prima lejana con la que apenas tenía contacto, me tomó de la mano con ojos brillantes y nerviosos.
—Carol, sé que no somos cercanas y no quiero asustarte, pero hace poco soñé con tu hijo. Me dijo algo muy claro y directo: “Dile a mi madre que todo va a estar bien”.
No pude responder. La miré, asombrada, sintiendo cómo algo dentro de mí cedía. ¿Cómo era posible? Eva nunca había hablado con Valeria, Miriam o Laura. No sabía nada de sus experiencias. Y, sin embargo, las palabras eran exactamente las mismas.
Finalmente, me di permiso para creer. Tal vez, Tomás estaba llegando a mí, recordándome que aún seguía conmigo.
Nunca entendí cómo sucedió, ni si era real en el sentido que conocemos. Pero empecé a aceptar el mensaje por lo que era: un recordatorio de que, incluso en la ausencia, el amor de Tomás seguía presente. Y esas simples palabras, “Todo va a estar bien”, se convirtieron en mi ancla, en la prueba de que, aunque mi vida nunca sería la misma, había algo de esperanza.
Ya no necesitaba respuestas. Sólo necesitaba aferrarme a esas palabras, y con ellas, empecé a reconstruir mi mundo roto.
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