Viaje al norte de España desde la nostalgia

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    Viajar es descubrir que hay otros lugares. Viajar acompañado es descubrir que compartir el viaje es lo que realmente importa.

       El autobús que conectaba Madrid con Bilbao salió puntual de la capital en un sábado soleado. Horas en la carretera que no cansan, ni aburren, ni se alargan. Horas que se disfrutan al amparo de la ilusión, a la espera del reencuentro.

       Más tarde, de noche, en el aeropuerto, un avión procedente de Asia con escala en Holanda toma tierra en el norte de España. La recepción trae alegría y sonrisas. El cansancio no se nota y la mente, alerta, despierta, bañada en la mejor droga natural, hace posible que el camino al hotel sea una aventura.

   Un abrazo, un beso, un beso de esos que el paso del tiempo y la expectación han subido al pedestal de las leyendas incluso antes de tener lugar.

          Bilbao, sus calles, su ría, el puente de Vizcaya centenario. Y al día siguiente San Juan de Gaztelugatxe, el mar, la mar, la roca, el bosque, el viento, el encuentro con la naturaleza.

           Próxima parada San Sebastián, igual de verde, igual de soleada en un amable guiño del destino. Qué decir de esos paseos con los pies desnudos en la playa de la Concha. Cómo no guardar en la memoria los paisajes desde el mirador del monte Igueldo, el espectáculo del "Peine del Viento" incrustado en las rocas azotadas por las olas incluso cuando el mar está en calma. Al otro lado, acogiendo al mundo, sobre el castillo de la Mota, en la cima del monte Urgull, un Cristo de gran tamaño.

      Un tren de los de hace unos años por lento, nos devuelve a Madrid. Poco importa la lentitud cuando el paisaje es bonito y verde, cuando en la mochila se llevan tantos recuerdos, cuando el paladar goza recordando las delicias de la gastronomía vasca, cuando los labios, todavía temblando, se agarran al recuerdo dulce, amargo, indefinible de aquellos besos.

        Todavía faltan unos días, El Retiro, el chocolate con churros, el flamenco en un tablao lleno de público que no habla español y aun así se deja llevar por la guitarra y la emoción. 

           El coche se pone en marcha un lunes nublado camino a Cuenca. Otra maravilla de las muchas que alberga mi país. El atardecer y amanecer desde el coqueto hotel con terraza y vistas al puente y las casas colgadas o el camino que rodea el paisaje sobre el río y que de noche  la luz artificial, de manera discreta y mágica a un tiempo, ilumina.

 

       Al día siguiente, camino de curvas en dirección a la provincia de Teruel. Parada en el nacimiento del río Cuervo y llegada a Albarracín tras salir, al fin,  del laberinto de montañas que hacen sentir pequeño al ser humano más grande. Colores rojizos, pueblo que conserva el encanto rodeado de murallas y circundado por un río común. De nuevo la noche mágica y cargada de cierta nostalgia. La noche que pone casi fin a un viaje.

   La vuelta a Madrid es larga. La noche en Madrid demasiado corta e injusta por ladrona. Sí, ladrona por llevarse la joya de la corona, la perla, la princesa.

     A las diez de la mañana un avión despega desde Madrid. Una hora antes, conteniendo la emoción, la despedida.

No me gustan las despedidas, las despedidas no deberían existir.

     El metro de vuelta atraviesa túneles oscuros y estaciones iluminadas, la vida continua, este vacío no durará para siempre, el agradecimiento también llegará, lo sé. Y sin embargo ahora, en este texto que tiene el poder de detener el tiempo en aquel momento que imita a la nada, confieso que solo siento tristeza.

Fin


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