EL DESEO DE LA SIRENA

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     En un rincón escondido del océano, donde la luz apenas se filtraba, vivía una sirena llamada Helena.
Helena era hija única, pero desde pequeña había sentido un profundo instinto maternal.
Se pasaba la mayor parte del día, observando como las sirenas cuidaban a sus crías, enseñándolas a nadar entre los corales, a cantar con las olas. Veía como se abrazaban, con qué cariño se cuidaban y soñaba con ser madre.
Las lágrimas inundaban sus preciosos ojos verdes cada vez que la asaltaba ese pensamiento, pues aunque Helena soñaba con formar una familia, sabía que su cola no podía dar vida.
Cada día, como si de una rutina macabra se tratase, nadaba hasta la superficie para ver a las madres humanas, observaba cada uno de sus movimientos, cada gesto de su cara, memorizaba cada palabra que las madres susurraban a sus hijos, cada canción de cuna que les cantaban a la hora de dormir, veía como mamaban plácidos, tranquilos, de la teta que esas madres lucían con orgullo, e intentaba hacer suyo ese vínculo y respirar ese amor tan puro que se respiraba en el ambiente, entre las risas de los niños más mayores que jugaban en la playa.
Un día, regresando a la profundidad del océano, encontró una cueva, y al fondo un brillo que le llamó la atención. Se acercó, cogiendo con su mano un viejo espejo de mar al que le faltaba un trozo de cristal. Se miró en él, y deseó con todas sus fuerzas ser madre.
¡Ser madre, como las terrestres!, se repetía mentalmente. De repente, por el reflejo del cristal, observó una sombra tras ella..... Era una sombra. Frente a ella sólo se veía a si misma. Observo su cabellos, sus cejas, sus ojos verdes cristalinos, la forma de su nariz, el mentón ligeramente afilado, las mejillas, la forma que adquirían sus cabellos al llegar a las colinas de sus hombros...
Se gustó a si misma. Los ojos proyectaban la mirada sincera de su ser interior, el esplendor de la consciencia de sí iluminó, desde el despedazado resto del espejo, toda la cueva. Un brillo escarlata de expandió por la cavidad rocosa.
Algo comenzó a moverse en su vientre, un cosquilleo agitado, agradable que la llenaba; un completarse, multiplicarse a sí misma desde sí misma. Cómo burbujas iridiscentes comenzaron a brotar desde su interior y a salir de su ombligo destellando. Perlas brillantes fueron flotando a su alrededor transmutándose casi al instante, una tras otra, en diminutas formas sirenidas que se movían onduladas y despaciosas. Su corazón aleteó con cada una de ellas. Comenzó a acariciar con sus aletas cada una de ellas. Las llevaba a sus pechos y las apretaba delicadamente contra sí; las sentía vivas, huidizas, yendo y viniendo, regresando a su cuerpo.
Helena inició una danza entre sus hijas y la canción del amor enamorado llenó la cueva. Depósito el espejo donde lo había encontrado y fue nadando hacia la salida de la cueva, seguida de las pequeñas sirenitas que movían sus pequeñas colitas imitando el lento buceo de su madre.



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