Siete días de oscuridad

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Es aquí, en la oscuridad, donde tomo conciencia de la luminosidad de la mente. No hay un solo resquicio de luz en la estancia; da igual si tienes los ojos abiertos o cerrados, no ves luz en absoluto.

Las primeras horas son como esos momentos de insomnio en los que te encuentras solo con la oscuridad. Los pensamientos van y vienen hasta que el cansancio te vence.

En este retiro de siete días en la oscuridad, el maestro insistió en que no debía dormir, que aguantara hasta no saber si realmente estaba despierto o dormido.

Perdí la noción del tiempo, hasta que llegó un punto en el que no sabía si las imágenes estaban dentro de mi mente o si se manifestaban fuera de ella.

Las formas de luz danzaban frente a mí, y sentía la necesidad de tocarme los ojos para comprobar si estaban abiertos o cerrados.

Al principio, me concentré en el vacío, permitiendo que las imágenes surgieran por sí solas, sin la más mínima intervención de mi parte.

Pero en el fondo de mi conciencia aparecía una emoción, o una pizca de imagen que hacía que las formas de luz se tornaran más visibles pareciéndose a un ser arquetípicamente celestial, rodeado de una aureola surrealista que me costaba pensar que aquella imagen surgiera de mi mente.

Mis brazos comenzaban a sentirse pesados, como si el aire a mi alrededor fuera más denso. Cada vez era más difícil distinguir el peso de mi cuerpo en el cojín. La oscuridad parecía envolver no solo la habitación, sino también mi conciencia.

Ya no sentía el peso de mi cuerpo. Mi mente flotaba, como si estuviera liberada de toda materia. A veces, una imagen irrumpía con tanta fuerza que parecía tangible, pero al intentar alcanzarla, se disolvía en la nada.

Recuerdo que soñaba. Era un sueño lúcido en el que un ser del espacio exterior me abducía para enseñarme el sentido de la vida.

El ser flotaba en una bruma infinita, sus contornos se desdibujaban como si fueran de humo. No era una figura sólida, pero en su interior se condensaba el conocimiento del universo. Me miraba sin ojos, y en su mirada entendí todo, aunque no pude ponerlo en palabras.

En aquel momento la comprensión era total, así que quise regresar a mi retiro en oscuridad, pero no supe cómo. Se me ocurrió la paradoja de saberlo todo y no saber cómo salir del sueño.

No sé cuánto tiempo había pasado; las horas, los minutos, todo parecía desvanecerse. Solo había luces danzando. Pero en un momento, todo se detuvo. El silencio me golpeó como si el tiempo, de repente, hubiera decidido hacerse visible.

Las luces empezaron a moverse más rápido, pero ahora venían acompañadas de un susurro lejano. ¿Era mi respiración o alguien más estaba aquí? Quise girar la cabeza, pero mis músculos no respondían. Tal vez no había nadie, tal vez solo era mi mente... pero el sonido seguía, envolviéndome.

Esperaré...

Desperté en mi casa, pero me parecía extraño ya que los muebles estaban situados de forma diferente, no tenía memoria de haber cambiado nada. Además me resultaba extraño estar en casa, como si me faltara algo, la sensación era de no estar completo. Miré en el estudio y vi a la Tara Verde sentada en el sillón y a la Tara Blanca en el sofá. No hablaban, solo me miraban y yo no sabía que hacer. Repasé las enseñanzas de las Taras y me había quedado muy claro que solo existen como representaciones de "aspectos" y "emociones". Su existencia como diosas con un cuerpo humano es ilusorio, pero la meditación a través de las Taras genera energías afines a sus atributos. Me senté y me uni a la marea energética verde y blanca que fluía en todas direcciones.

Y desperté nuevamente, aunque ya no sabía en que estado estaba, me froté los ojos y vi que en la estancia había tres personas sentadas enfrente de mí. Hablaron de mis progresos y mis carencias, como si yo no estuviera allí. Intenté decir lo que pensaba pero no podía, estaba bloqueado, entonces se acercaron y me observaron más atentamente, sugiriendo que podía funcionar.

Los tres se difuminaron y entonces recuperé la movilidad. Sentí la necesidad de una sesión contemplativa y al momento se abrió la puerta de la estancia. Habían pasado siete días y afuera era de noche, sin luna, en una cueva de alta montaña.  

Me incorporé lentamente, pero al hacerlo, me di cuenta de que aún no podía sentir el suelo bajo mis pies. ¿Estaba despierto? ¿O seguía atrapado en esa danza de luces y sombras? El aire era frío, pero de alguna manera, no lo sentía del todo real.

Con el paso de las horas, fui recuperando la visión de lo que llamamos 'realidad'. Sin embargo, tras la experiencia, sé que hay muchas realidades coexistiendo, aunque apenas podamos acceder a ellas.

 

 


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