UN VERANO DE COLOR SEPIA 1

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 Aquel día Sergio Rius que era un hombre de cincuenta y tantos años, al remover unos papeles que había en el cajón de la consola de su casa descubrió casualmente una antigua foto de sus lejanos parientes maternos en un verano aproximadamente del año 1919 del  siglo pasado disfrutando de un día en el campo.

Sin ninguna duda aquella foto había sido hecha con una sencilla máquina, dado que el ser humano desde que había tomado conciencia de sí mismo siempre había sentido la necesidad de verse reflejado o perpetuarse en el tiempo sea en un lienzo o en una foto; aunque en aquellos años muy poca gente disponía de aquellos aparatos tecnológicos, por lo que en las celebraciones familiares no tenían más remedio que acudir a los estudios de los fotógrafos profesionales del barrio en el que vivían.

Sergio a tenor de lo que le habían contado infinidad de veces sabía cómo eran las vacaciones estivales en aquella época las cuales sólo las podían hacer durante unos breves días las personas más o menos acomodadas ya que la clase obrera no se podía permitir aquellos esparcimientos.

Al empezar los primeros calores del mes de junio María Ribas, la abuela de Sergio, había llevado a sus dos hijos pequeños - un niño y una niña- al médico de cabecera de la familia para que éste les hiciese un reconocimiento. Y el "mago" de la salud publica le aconsejó a la mujer que fueran primero a tomar unos baños de mar y luego pasaran el resto del verano en un pueblo de montaña para respirar aires sanos.

A la familia Ribas alguien le habló de la playa de EL MASNOU que es un pueblo marítimo del litoral catalán que está bastante cerca de Barcelona. Así que María y su familia tomaron el quejumbroso tren que por supuesto iba con máquina de vapor, y que fue el primero en circular en la península, el cual iba de la capital hasta Mataró que es el pueblo principal de aquella zona y que despertaba la admiración de todo el mundo.  Pues la mayoría de los industriales y los hombres de Ciencia mitificaban a la máquina de vapor que se transfería al modelo mecanicista del Universo. Todo funcionaba como un reloj.

Al cabo de un tiempo que a la familia Ribas se les hizo muy largo llegaron a la playa en la que en un extremo de la misma había unas barcas de pescadores junto a un astillero, unas pocas  casetas  para que la gente más audaz se pudiera cambiar y un rústico chiringuiro de cañas y madera Y así como hoy en día las playas del país se llenan de personal, en aquellos años era todo lo contrario; casi nadie iba a la Costa. De manera que quien se atrevía a adentrarse en el mar se le consideraba que era un osado o un loco. Si nos fijamos en los cuadros del pintor marítimo Sorolla, vemos las playas de Levante vacías de personal, con los pescadores faenando y algunos niños desnudos jugando a la orilla del mar en compañía de mujeres vestidas de negro. Por eso mismo Pablo García  que era el esposo de María y que era el jefe de personal de una fábrica de tejidos, alquiló una barca a un pescador y se fue a remar mar adentro  pero sin meterse para nada en el agua.

Mas por lo visto en aquella ocasión bastante personal había decidido ir a la playa y llevaba sus fiambreras con el almuerzo y la bebida como  si fueran a un  picnic en el campo a pasar el día. Por entre los escasos bañistas merodeaban los minuteros que eran fotógrafos ambulantes que llevaban a cuestas sus utensilios en un trípode para inmortalizar a quien se lo pedía. Por otra parte el mar aquel día estaba bastante revuelto por lo que las personas que estaban en el agua todas jugaban con las olas riendo de placer, pero agarradas a una cuerda muy cerca de la orilla porque nadie sabía nadar.

Los días de playa pasaron con rapidez y María con su familia como ya estaba planeado fueron a Martorellas que es un recóndito pueblo de montaña que se halla en el Vallés Oriental entre el río Besós y la cordillera Litoral. Cuando los Ribas llegaron allí a la vez que con otros veraneantes no era raro percatarse que los habitantes del lugar refunfuñaran por la llegada de los forasteros; era como si a ellos les incomodase su presencia puesto que los veían demasiado remilgados y altivos. Martorellas se trataba de una pequeña villa rodeada de huertos y algunos pinos, en la que en la plaza central había una iglesia de estilo románico.

Como en dicho pueblo no había muchas distracciones los veraneantes organizaban excursiones a una fuente llamada Sunyera en la que se decía que salia el agua muy fresca, la cual estaba situada casi en las inmediaciones de aquel municipio. En realidad la sociedad de aquel entonces tenía mucha afición de acudir a las fuentes rurales. De modo que aquella familia, en compañía del progenitor de María llamado Carlos que era un apoderado de una multinacional inglesa llamada Fabra&coats dedicada a la fabricación de hilaturas y junto con los primos ella, ya que la madre de María había preferido quedase en casa, un sábado por la tarde se encaminaron todos hacia aquella famosa fuente.

Esta se hallaba en un recoveco del paisaje rodeada de higueras y la comitiva se acomodó junto a unos plátanos en los que a través de sus hojas verdes se colaban los plateados rayos del sol, dispuesos a beber agua con vasos de latón. Pero para excitarse la sed comían pastillas de chocolate que les inducía a tomar el precioso líquido constantemente.

- Respira nena, que esto es salud - le dijo Carlos a su hija.

- Sí, papá - respondió María obediente, que sufría un complejo de Electra; es decir, una ciega pasión por su padre, cuya figura paterna la transfería a los hombres de la familia en perjuicio de las mujeres de la misma; y por este motivo ella mimaba en exceso a su hijo olvidándose casi de la hija.

                                                                         CONTINUARA


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