EL LEGADO DEL TÍO BORIS (1 de 3)

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No puedo decir mucho sobre mi tío Boris. Él rara vez asistía a las reuniones familiares y, cuando lo hacía, no pasaba mucho tiempo antes de que se deslizara fuera de la habitación mientras nadie lo notaba. En aquellos breves encuentros, que podría contar con los dedos, Boris siempre vistió el mismo atuendo: sombrero pequeño, lentes oscuros y un sobretodo negro que le llegaba a los tobillos. Así se presentaba, aún en los días más calurosos, y se quedaba a solas en un rincón observando todo; sin más rasgos distintivos que su pequeña barba gris. Junto a su nombre, la palabra tío pesa lo que una sombra en una esquina.

En su funeral no éramos muchos, y tampoco esperábamos a más personas; jamás le conocimos un amigo o una novia. Solo asistimos algunos parientes, y creo que varios estaban allí únicamente a esperas de la herencia.

Ese día el cementerio estaba tan silencioso como lo era Boris. El viento no soplaba, las hojas estaban quietas y hasta los relojes dejaron de funcionar aquella tarde. A lo lejos, el calor dibujaba siluetas de árboles y arbustos. El párroco no dijo más que unas palabras de rutina; lo cierto es que nadie conoció a mi tío lo suficiente como para dar indicaciones para el discurso fúnebre. Pronto el cura se despidió con una breve plegaria: «Que el silencio de los héroes desconocidos tenga voz en el cielo, y su sacrificio resuene en la eternidad. Que sean abrazados por sus hermanos y por fin alcancen la paz».

Poco después de que el sacerdote se retirase vi emerger del horizonte a unos sujetos misteriosos vestidos de negro; cinco en total. Saludaron con un leve movimiento de cabeza, y se quedaron alejados, hablando entre sí e inspeccionando el lugar como acostumbraba hacerlo Boris. Luego de unos minutos se retiraron en forma tan disimulada como habían llegado.

Nosotros nos quedamos un rato más junto a su tumba, hasta que llegó la hora de encontrarnos con el notario para la lectura de la sucesión.

                                          *

El testamento fue una verdadera sorpresa. Mi tío me había dejado todas sus pertenencias, incluyendo su valiosa mansión victoriana. Algunos manifestaron que debía repartir la herencia, pero sus deseos habían sido claros.

Esa misma tarde me dirigí a la casa. Era tan grande como la recordaba, e igual de tenebrosa. Por fuera las hiedras la habían conquistado casi por completo, trepando por sus columnas, apresándolas, y cubriendo sus paredes para llenarlas de moho y humedad.

La puerta estaba trabada y me dio trabajo abrir la cerradura; luego tuve que empujarla con el hombro para poder ingresar. Una vez adentro me sentí que estaba otra vez en un cementerio. El polvo y el silencio se manifestaban como una criatura viva, dando la sensación de que el lugar estaba deshabitado desde hacía una década. Las persianas bajas cubrían todo de una oscuridad pesada que hacía parecer a los muebles más antiguos de lo que eran. Di unos pasos haciendo crujir el piso de madera, y enseguida alguien se acercó a recibirme:

-¡Arturo! -exclamé.

Era el perro de mi tío Boris. Lo había visto solo en una oportunidad, hacía diez años, pero era un compañero inolvidable; un perro grande, imponente; un dogo de Burdeos de pelaje corto, rojizo como un vino francés.

Arturo era tan reservado como su dueño, y aquel recibimiento no fue la excepción. Se acercó para olerme y luego subió a uno de los sillones para seguir descansando. Entendí que me había aceptado.

Recorrí la casa; mientras los recuerdos de haber estado allí volvían a mí como un sueño. Solo había ingresado una vez cuando era pequeño, y apenas logré llegar hasta la sala cuando Boris enseguida me dijo que me fuera. Lo mismo les pasó a mis primos. Hemos conversado sobre la experiencia de ir a esa mansión y del miedo que nos provocaba, y recuerdo leyendas como que una vez las manos de mi tío estaban ensangrentadas, o que lo vieron sin su sobretodo, y tenía los brazos y el cuello repletos de cicatrices. Hubo un tiempo en que pensé que aquellas no eran más que mentiras que se cuentan los niños; hoy creo que surgieron de un sitio verdadero.

Mientras exploraba, en uno de los pasillos encontré un enorme armario de estilo Luis XV, de madera tallada a mano. Al abrirlo encontré una imagen que me heló la sangre. Allí, colgados en fila, había una docena de sobretodos negros idénticos, cada uno con el mismo corte y textura que el que mi tío Boris siempre llevaba. Lo que me resultó aún más inquietante fue que parecían ser de mi talla. Fue en ese momento que noté que yo había heredado también su estatura y complexión. Sentí un escalofrío al imaginar que podía ponérmelos, que podía parecerme a él en algo más que solo el parentesco. Extendí la mano para tocar la tela, y entonces sentí que la presencia de mi tío se cerraba alrededor de mí, como una sombra que me envolvía.

Continué avanzando hasta llegar a una gran habitación; era el dormitorio principal. Su habitación, mía ahora, no se veía más acogedora que los aposentos de un vampiro. En el centro había una cama gótica, y del techo colgaba una enorme araña de bronce. Alrededor vi media docena de candelabros con velas rojas derretidas. Intenté encender la luz, pero no funcionó. Imaginé entonces que mi tío se acostaba a dormir iluminado por la tenue luz de las velas, haciendo que el lugar pareciera la recamara de un castillo medieval.

...

...continúa en la segunda parte...


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