Lina se levantó esa mañana con una sensación agridulce. Un pensamiento forjado entre las sábanas la inquietaba todavía profundamente. La "idea" de la inevitable extinción personal, el pensamiento de que en algún momento, por alguna causa, acaecería lo inevitable, la muerte.
La sensación era dulce porque al despertar sus sentidos la acompañaban plenamente, vivía; estaba viva y podía participar en la celebración de un nuevo día, en conexión con la otra vida, la "gran" vida, la exterior, la de los otros seres vivos, con los sujetos por los que sentía afecto, cariño, respeto, necesidad, amor; y también, porqué no, con las y los que le causaban repudio, desagrado, oposición...y hasta odio. Todos ellos, todas ellas junto a los objetos del mundo, formaban parte de la existencia, de la vida, de su vida. La vida presente era la vida de Lina.
La parte restante de su alborada iba teñida por impresiones de desazón, desconcierto, tristeza y miedo. Desde luego, ya en la niñez aprendió con aprensión y casi desesperación que había de morir. Un vacio inmenso de apoderó de ella. La idea de no ver más la luz del día, el color del cielo, las muchas tonalidades del verde de los campos, el nervioso movimiento de las ardillas en las ramas y troncos de los árboles del parque —"su" parque—, el sonido, el sabor de los dulces, la sensación al acariciar la manta de terciopelo del sofá, el frescor de un refresco helado en agosto, el acogedor abrazo de las sábanas de franela en las noches de enero; no volver a ver a sus abuelos, a su hermana y a sus padres; tampoco a Anita, su amiga del colegio ... Y el miedo. Miedo a lo desconocido, el no poder "imaginar" esa no-vida, "la nada", una no-existencia; no estar era no ser. No ser era no sentir. La nada. Cuando lo pensaba, notaba un escalofrío. El desconcierto y el pavor se apoderaban de ella, por eso trataba en vano de despejar el pensamiento. Intentaba, con mucha dificultad, olvidar el conjunto de sensaciones terribles asociadas al pensamiento sobre morir.
Ella no quería morir. Ni tan siquiera cuando tenía el punzante dolor de barriga, o aquel escozor en las rodillas que tuvo cuando se cayó corriendo en el monte. Lina tenía dentro ya aquel vacío que intentaba describir —y no podía —: la nada. Y se sentía mal. Mi siquiera quería hablar con nadie de esos pensamientos nefastos; con nadie. Solamente quería que desapareciera esa mates oscura de desazón que la inmovilizaba sentada en el borde de su cama.
Años después, Lina recuperaba —a medias— aquella sensación de vacío, soledad, angustia y hasta de desesperación por la impotencia, con cierto cariño, apego al pasado de aquella niña asustada que "comprendió" por vez primera el significado de la infinitud individual, la solución de continuidad de la vida personal. Lina se había reconciliado con la vida al comprender científicamente que muerte era vida, igual que vida era muerte, que ambas se contenían en el concepto existencia. Dos extremos que se condicionan mutuamente en la tensión permanente de las leyes y condiciones del movimiento de la materia.
La Lina adulta, la Lina madura, tiene consciencia del devenir, de la transformación de todo lo existente, constituido por partículas subatómicas que se combinan, modifican y recombinan para formar otras estructuras de la materia, en un proceso constante de acciones e interacciones cuyo resultado es una temporalidad concreta, dentro de la cual, uno de los afortunados azares causales es la existencia del ser humano conocido por Lina.
Ese conocimiento de la finitud individual y su integridad con la indemostrada infinitud de la materia, llenaba a Lina de una paz y armonía interior, un sosiego y una capacidad de gozar de sí misma para sí misma, que le da la libertad en la necesidad para vivir intensamente todos sus deseos, fantasías, placeres con absoluta consciencia de los límites y también para tener en el pensamiento el objetivo vital de gozar de cada instante con la plenitud de sus sentidos humanos, recordando que aunque todo es finito , los buenos momentos y sensaciones, sean o no compartidas, perduran en el corazón.
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